"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros" Cicerón


jueves, 10 de enero de 2013

La vieja estación. Parte I



   Solía ir a la vieja estación de tren. No sabía muy bien por qué, pero aquel sitio conseguía concentrar toda la paz que yo podía sentir. Todos los grandes momentos de mi vida habían empezado subiendo a un tren en aquella estación. En medio del campo, alejado de todo; era un sitio de grandes historias, de salidas, de llegadas, de encuentros y de huidas. Solía sentarme contra una de las paredes laterales de la estación, miraba al frente, lleno de hierba de color dorado, me fumaba un cigarro y suspendía en el tiempo cualquier preocupación, problema o pensamiento. Allí no existía nada, no pasaba nada. Simplemente, la vida sucedía con total naturalidad, sin suscitar la más mínima duda al respecto. Respirar dejaba de ser un medio para convertirse en sí mismo en un fin cargado de belleza.

   Entonces lo vi. Recuerdo sentir una especie de presión en el pecho, como una presencia muy fuerte. Pensé que era porque no lo había visto llegar y me había pillado por sorpresa. Se sentó a mi lado, me tendió un cigarro y se presentó. No recuerdo qué nombre utilizó ni por qué no me sorprendió demasiado cuando me dijo: “Encantado, Elías”. Sabía mi nombre, pero tampoco era muy difícil. Si vivía en aquel pueblo, era lo normal. Todo el mundo sabe tu nombre. Su cara, al fin y al cabo, me resultaba familiar. Parecía que estuviera tallado en mármol, como una cariátide masculina y malvada. Tenía tantas cicatrices que el resto de la piel parecía injertada. Un tipo duro, de los de toda la vida. Fumamos en silencio y contemplamos la hierba. El sonido de las exhalaciones del humo y mi respiración -porque la suya, si es que le había, era la más silenciosa que jamás he presenciado- eran todo lo que escuchábamos. Y entonces empezó, sin excusas, sin introducciones.

-       Supongo que ya imaginas qué es lo que soy, o qué es lo    que no soy
-        No sé de qué me hablas
-       Supongo que también sabes qué es lo que eres
-       Lo cierto es que no tengo la más remota idea, ni tampoco demasiadas ganas de averiguarlo
-     Vamos, Elías, ¿no has notado nada? ¿No te preguntas por qué vienes a buscar respuestas donde no hay nadie a quién preguntar? ¿Acaso no has sentido nunca que no eres como el resto?
-   Supongo que sí, pero supongo que como todos los demás. ¿Quién no se siente especial?
-    Oh, vamos, no me jodas. ¿Qué cojones tienes que ver con el resto de la gente? Cuando tenías dos años ya mirabas donde nadie mira.
-  Cuando tenía dos años estaba en un orfanato, para tu información, y además no lo recuerdo
-       Bueno, yo sí
-       ¿Quién eres?
-  Bueno, esta cuestión siempre trae problemas. Así que déjame empezar por el principio. No soy exactamente lo que ves, digamos que sólo en parte, sólo aquí.
-  Muy bien, puedes empezar, no puedo negar que tengo muchísima curiosidad
-    Digamos que me rebelé contra mi jefe. Decidí no agachar la cabeza, no acatar porque sí, ya sabes de lo que hablo, todo ese rollo del honor, el orgullo. Digamos que me despidieron, y no contentos con eso, me apartaron y me denostaron. Me largaron al peor sitio que encontraron y contaron toda una serie de historias horribles sobre mí. Fui el chivo expiatorio, el cabeza de turco. El caso es que mi jefe tenía toda la maquinaria bien dispuesta para cargar contra mí por casi todo. Cualquier cosa que él hiciera mal, en realidad no la habría hecho él, si no yo. Cualquier metida de pata, era mi culpa... Le venía genial, le servía de excusa para todo...
-       Yo también tuve un curro así, lo entiendo, tío.
-       El problema es que esta empresa es bastante más grande. Digamos que conseguí hacerme fuerte, ser un rival lo bastante a su altura, podría hacerle frente, podría contar a todo el mundo la verdad, que no es mi culpa, que yo sólo quería un poco de justicia, sólo era alguien que no quería ser un esclavo, ni siquiera de alguien que tiene todo el poder, que lo sabe todo, que lo ve todo. Pero nunca conseguí tener su publicidad, su promoción. Su poder, desde el punto de vista del marketing, es demasiado fuerte. Consciente de que mucha gente empezaba a dudar de él, a cuestionar lo que sus altos cargos hacían en su nombre, ideó la campaña definitiva. Tuvo un hijo con mucho más carisma que él, con una imagen perfecta, le traspasó la empresa y le hizo dar la cara. Lo cierto es que el hijo empezaba a ser demasiado poderoso y tenía sus propias ideas, que empezaban a resultar un poco molestas. Así que lo quitó de en medio, hizo creer que yo había manipulado a gente para que lo mataran, y con el hijo enterrado, la cosa quedó redonda. Seguía teniendo su imagen y su carisma a su disposición, pero esta vez con la boca cerrada. Un mártir de la causa, ya sabes lo mucho que venden estas cosas. Digamos que me he hartado de esta mierda. No soy el malo. Sólo reivindico el derecho a no ser bueno todo el tiempo, oh, por favor, qué maldito coñazo. No quiero seguir aguantando este rollo. Todo se está yendo a la mierda, y en parte, es por su culpa, por su jodido mesianismo, por ese orgullo tan innecesario. Ahora yo también quiero un enviado, alguien que cuente mi historia, la de verdad, que explique lo que yo quiero.
-       ¿Quieres tener un hijo?
-       Verás, yo no puedo tener hijos
-       ¿Y por qué me cuentas esto?
- Vamos, ¿no te estás dando cuenta? ¿No lo estás entendiendo? Quiero que tú seas mi enviado, mi hijo.
-       ¿Qué cojones...? Mira, ahora mismo tengo la sensación de que me estás vacilando a    base de bien. Si no he entendido mal toda esa parrafada que te acabas de marcar, ¿Me estás diciendo que vienes a ser el Ángel caído? ¿Expulsado por Dios al abismo por su rebeldía?
-   No sea imbécil, Eso no son más que patrañas. Historias para poder engañaros y manteneros atrapados en una red de mentiras. Qué harto estoy de toda esta mierda.
-   Bueeeeeno… - el tipo se me había ofendido - Tampoco te lo tomes tan a la tremenda. Apareces aquí de la nada y me cuentas un cuento, que la verdad, resulta bastante difícil de creer. Coño ¡me estás diciendo que eres Satanás!
-  Satanás, Lucifer, Belcebú, Luzbel, Diablo, Demonio… La verdad es que el nombre no importa. El mundo lleva toda la puta vida poniéndomelos. El verdadero es Shaitan. Pero no soy ninguno de ellos. Y soy todos a la vez. No soy el puto príncipe de las tinieblas. No soy la maldad. Sólo soy alguien que se negó a pasar por el aro. ¿Sabes? Al principio, cuando sólo estábamos nosotros y él, yo era el ser más bello y poderoso de todos los que le rodeábamos. Y ahora, mírame, en esta estación, vieja y solitaria. En un pueblo de mierda, tratando de convencerte de que te unas a mí.

    Me quedé mirándolo. La verdad, es que podría hacer del demonio en cualquier película. Hasta donde yo sabía, el cabrón bien podía ser el mismísimo Satanás.  Pero la verdad es que tenía cierta inclinación a no creerme ciertas chorradas, y por muy sugerente que fuera el jardín que aquel tipo plantaba delante mía,  me parecía un puto flipado.

-       Oye, er… ¿Shaitán has dicho? No te lo tomes a mal tío, pero la verdad es que no acaba de cuadrarme mucho tu historia. No sé, a mi todo ese rollo de la Biblia y demás no me va mucho ¿Sabes?
-       ¿Biblia? Por favor, la Biblia no es más que la mayor obra de ficción de todos los tiempos. La Biblia es el primer vídeo clip viral de la historia. ¿Sabes esa mierda de Madonna, Lady Gaga y todos esos artistas Pop de provocar todo el rato? Pues todo eso lo han sacado de ahí. Hermanos que se matan, vírgenes embarazadas, plagas que vienen del cielo, crucifixiones… ¡Por favor! No sé, quizá me he equivocado viniendo hasta aquí. Tal vez no seas quién busco, aunque todas las señales parecían indicar lo contrario, me da que te falta fe.
-       ¿Fe?  Ja, sin duda. Ha llegado un momento en mi vida en el que solo creo en lo que puedo ver.
-       Mira esto entonces.

    Y de repente, levantó la mano derecha y señaló un punto indeterminado en medio del campo de matojos que teníamos delante. La lengua de fuego se elevó hacia el cielo unos buenos veinte metros y permaneció allí, surgida de la nada, hasta que  bajó la mano. Le miré alucinando. Te lo estoy diciendo, me dijo, y lanzó la colilla de su cigarro contra la torre naranja que había a nuestra derecha. La colilla golpeó la estructura en una esquina. No sucedió nada. Nuestros ojos se encontraron. Él sonrió, y entonces comencé a escuchar el sonido del acero retorciéndose, mientras la torre se inclinaba peligrosamente sobre el lado donde la puta colilla había impactado. Cuando la torre estaba a escasos cinco metros de impactar contra el suelo, alargó de nuevo el brazo, señaló a la estructura, y describiendo un ligero arco hacia la derecha, la colocó de nuevo en posición vertical. Entonces cerró sus ojos grises, y permaneció en silencio. Aparentemente meditando. Un par de minutos después, los abrió y me miró, sonriendo.

   Al principio fue sólo un lejano rumor, pero unos segundos después comencé a reconocer el inconfundible traqueteo de un tren. Miré mi reloj. A esa hora no había ningún tren previsto, y sin embargo podía oír claramente el traqueteo y el característico silbido de una máquina de ferrocarril. Miré hacia mi derecha, hacia el lugar de donde procedía el sonido. Lo que vi me dejó sin habla. Efectivamente, un tren se acercaba por la vía. Pude distinguir perfectamente su silueta en la distancia. Era una locomotora. Negra. El afilado avance parecía flotar sobre los travesaños, y unos metros por arriba, coronando la imponente y reluciente máquina, una chimenea dejaba atrás una densa nube de humo negro. 
-       Hay qué joderse!! – Exclamé.
-       ¿Necesitas ver algo más?
-       ¿Esto lo has hecho tú?
-       No, que va. La compañía nacional de ferrocarriles ha decidido volver a las locomotoras de vapor. Son más baratas y contaminan menos…¡Por supuesto que he sido yo! Estoy tratando de convencerte de que lo que te he contado es cierto. Y créeme, ¡Éste es uno de mis mejores trucos!

    El chirriar de frenos se hizo insoportable mientras el tren se detenía en el andén justo delante de nosotros. Evidentemente, no vi maquinista alguno. La locomotora tiraba de un convoy de diez vagones de madera. Como no podía ser de otra forma, todos negros, a excepción del marco rojo de las ventanas. A los largo del lateral del tren podía leerse la frase “ HeLL AIN’t A BAd PLACe To Be” varias veces.
-       ¡Guau¡ - suspiré -  debo reconocer que es impresionante. Muy chulo. Está claro que tienes algún tipo de poder.  De acuerdo – le dije – me has convencido. Digamos que eres el Diablo…
-       ¡Joder¡ ¡No tío, no¡ ¿Es que no has entendido nada de lo que te he dicho? El diablo no existe joder. Ni tan siquiera existe El Mal como tal. Sólo existen diferentes modos de ver las cosas. Gente que quiere que todos vayamos por el mismo camino, simplemente porque les resulta más sencillo y más cómodo. Y luego estamos los otros. Los que decimos: No, ¡Basta ya! Tengo derecho a decidir mi propio camino, tengo derecho a cuestionarte. Gente como tú.
-       ¿Cómo yo?  ¿Y qué coño sabes tú de mí?
-       Lo sé todo. Llevo años observándote. Nunca has seguido las directrices que la sociedad te marcaba. Lo sé. Y no eres el único. Están los europeos del norte, y esa masa de peludos con sus cuernos en alto. No es mucho. Pero es algo. Y hay muchos más. Pero no se apoyan en mi imagen para justificar su individualidad. Aun así, el mundo me lo atribuye de igual modo. Ya sea el dinero, las drogas o el sexo. Todo aquello que no esté en su lista es tachado inmediatamente de “malvado”, “diabólico”. Todo es malo si no cumple con sus propósitos. Y a Él le parece fantástico.
-       Perdona un momento – el cabrón me estaba haciendo la picha un lío – hay algo que no acabo de entender. Si no eres “el Diablo” ¿Qué más te da lo que digan sobre él?
-       ¡Me cago en la puta! Evidentemente no estás entendiendo nada. El Diablo es sólo una imagen, una idea, un nombre que el mundo ha inventado. Y por supuesto se refiere a mí. No soy el demonio, pero si soy aquél que osó enfrentarse a Dios. Osé desafiar sus planes. No quise aceptar que vuestros caminos tuvieran que estar marcados por una serie de absurdos parámetros, diseñados específicamente para que lo adorarais para los restos. Pero, en toda su grandeza y poder, el pobre no alcanzó a ver que su soberbia pudiera ser equiparada, a la mía.
-       Ya. ¿Y la frasecita del tren?
-       ¿Eso? Bueno, ya sabes. Marketing. Tengo que aprovechar lo poco que tengo.
-       Vale, vale… Creo que ya entiendo. Lo que no alcanzo por ahora a ver, es que pinto yo en todo esto.
-       Sé que te gusta escribir. Y sé que no lo haces nada mal. Quiero que escribas mi historia.
-       Me parece que tú historia ya se ha escrito demasiadas veces.
-       No, esa no. Mi verdadera historia. Quiero que me acompañes. Una temporada. Y te contaré y te mostraré. Quiero que recopiles la información y escriba un gran libro contándolo.
-       Ya veo. Una especie de Biblia del Mal.
-       ¿Ya estamos otra vez con la puta Biblia? Mira, llámalo como quieras. Pero escríbelo.
-       Ya, pero según tú, la Biblia – me miró abriendo mucho los ojos – perdón, lo que quiero decir es que, al parecer, es una sarta de mentiras. Por qué tengo que creerme, o lo que es más importante, por qué iba la gente a creer, que la tuya sí es verdad.
-       Bueno, como ya te he dicho, no sólo voy a contarte, también voy a enseñarte cosas, cosas que espero te convenzan de lo que te cuente, para que puedas a su vez contarlas con la fuerza de la certidumbre.
-       No sé, sigo sin entender muy bien por qué yo. Entre los miles de millones de seres que poblamos el mundo, qué narices te ha hecho fijarte en mí.
-       ¿De verdad importa? ¿Es algo que necesitas saber para hacer lo que quiero que hagas?
-       No sé si lo necesito, pero tengo curiosidad.
-       De acuerdo, trataré de explicártelo…- sus ojos estaban fijos en mí, pero su mirada me traspasaba -  Espera un momento….

    Me giré para mirar hacia dónde su mirada se perdía. La puerta del tercer vagón se estaba abriendo. Segundos después, un tipo apareció en el andén. Nos miró y empezó a caminar hacia donde nos encontrábamos. Era más bien bajito, pero lleno de bultos, musculado hasta la extenuación. Vestía vaqueros último modelo de un color azul indefinido. La camiseta sin mangas, también azul, dejaba ver los tatuajes tribales que le cubrían los hombros y dos gruesos cordones de oro en su cuello. Llevaba el pelo corto, con el flequillo embadurnado en fijador para  que le quedara de punta. Se cubría los ojos con unas enormes gafas de sol de esas que han llevado las señoras toda la vida, y que los “maquinetos” habían decidido que eran la hostia de guays. El cabrón apestaba a reggaeton por los cuatro costados. Cuando llegó a nuestra altura, estuve a punto de decirle algo sobre las gafas. Decirle que no eran guays. Que normalmente, a un tío, las gafas de señora le quedan igual de bien que un vestido estampado. En su lugar, dije:
-       Vaya, tela. Y tú, ¿Quién carajo eres?
-       Puedes llamarme Ismael.
-       ¡Claro! Y yo soy el capitán Ajab. Ahora ya podemos ir a cazar ballenas.
-       Esto no tiene que ver contigo. Vengo buscando a Shaitán. De hecho llevo buscándole varias vidas.

   Shaitán se había levantado y ahora ambos estaban frente a frente. Le sacaba al menos veinte centímetros, pero era mucho más delgado. El otro parecía un pitbull, Shaitán era más bien un gran danés. Estilizado pero poderoso.
-       Ismael. ¡Cuánto tiempo! Tenía la absurda esperanza de que hubieras abandonado la búsqueda. Algo que, dicho sea de paso, sería bastante de agradecer.
-       Amigo mío, sabes que no puedo – el pittbull se levantó sus horrible gafas y se las colocó sobre la cabeza a modo de diadema, sus ojos eran de un intenso azul – no se me ha encomendado ninguna otra misión en la vida. Va siendo hora de que vuelvas. Quiere verte.
-       Ya, no me cabe duda. Su popularidad está descendiendo a pasos agigantados.
-       ¡No seas imbécil! Llevas siglos comportándote como un crío. ¿No crees que ha llegado el momento de que dejes de hacer travesuras?
-       ¿Travesuras? – Shaitán se acercó a Ismael. Su voz transformada en un estruendo de furia – ¿Quién coño te has creído que eres para hablarme así? No eres más que un maldito lameculos. ¡Vete por dónde has venido y no me molestes más!

   Y levantando los dos brazos hacia delante, lanzó a  Ismael, sin tocarle, volando más de diez metros. El querubín arrastró sus vaqueros de diseño otros buenos siete metros sobre el andén de la estación. En cuanto se detuvo, se puso en pie con un ágil y rápido movimiento. Parecía liviano como una pluma. Comenzó a correr hacia donde nos encontrábamos. Comprobé con horror que sus pies no llegaban realmente a tocar el suelo y avanzaba a una velocidad impensable para un ser humano. Los brazos extendidos y la cara contraída en una mueca de rabia y desprecio. Las gafas habían salido volando cuando impactó con el suelo. Mejor, pensé, ahora pareces más malo, cabrón.

   El tal Shaitán continuaba en su posición. Inmóvil. Con aspecto de vaquero a punto de desenfundar, mientras aquel engendro anabolizado volaba, literalmente, hacia él. Sólo en el último instante, cuando apenas los separaban milímetros, Shaitán se apartó, girando sobre su pie izquierdo. El querubín impactó contra la nada, provocando un horrible sonido de huesos rotos. Yo contemplaba la escena perplejo. No conseguía ver nada contra lo que aquel engendro pudiera haber impactado. Pero evidentemente, había algo justo en el lugar donde sólo un segundo antes estaba el cuerpo de Shaitán.

   El tipo se levantó como pudo. La ropa descompuesta. Pero su cuerpo no presentaba ni una sola magulladura. Se encaró a Shaitán, sus rostros a escasos milímetros, para lo que tuvo que ponerse de puntillas. Los ojos encendidos. Permanecieron así unos segundos, desafiándose como dos toros bravos a punto de embestir. Pero al pequeñín no debió gustarle demasiado lo que vio. Poco a poco sus músculos se fueron relajando y muy despacio comenzó a andar hacia atrás.
 
- Ok, tú ganas, por ahora al menos. Pero sabes que esto no ha acabado. De hecho, no ha hecho más que empezar.

Y sin más se desvaneció ante mis ojos.

   Me quedé mirando al cielo intentando ordenar aquello en mi cabeza. Sopesé la posibilidad de estar soñando, de estar drogado, de estar siendo víctima de una cámara oculta. Sopesé todas y cada una de las putas posibilidades excepto la de aceptar aquello. Pero también pensé que, fuera lo que fuera, siempre podía pasarlo bien mientras se esclarecía qué clase de broma era exactamente esto.
-         Así que Ismael. ¿Y quién es este?
-         Bueno, supongo que podrías llamarlo “ángel”, pero la verdad, no tiene nada que ver con lo que te imaginas. En fin, un trepa, un pelota.
-         Ok, Shaitán. Estoy dispuesto ¿Qué tengo que hacer?
-         Acompañarme, nada más.
-        ¿Sólo yo? ¿Y no tienes apóstoles? ¿Y una chica? Ya sabes, por seguir el protocolo
-         Si es lo que quieres…

  Levantó su mano, creó una polvareda enorme y entre el humo aparecieron cinco tipejos con aspecto de estrellas del Rock y una tía buenísima, con pinta de groupie
-         Te presento a tus putos apóstoles. Tienen una banda de Heavy Metal. Son viejos amigos. Te acompañarán en el viaje. Ella es Auru, es un cielo, ya lo verás.
-         Ehm… encantado, tíos

  Parecían buena gente. Seguía en shock pero lo cierto es que tampoco tenía nada mejor que hacer. Aquello pintaba divertido. En fin. Supongo que ni siquiera tuve la oportunidad para pensarlo bien, en medio de trucos de magia, ángeles, demonios y gente que aparece de la nada. Así que hice lo que hasta ahora había hecho cuando no podía pensar: dejarme, llevar.
-         Perfecto, pues… ehm… ¿Nos vamos?
-         Nos vamos
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Continuará...

miércoles, 2 de enero de 2013

La Historia (por Monty)

Era verano, estábamos viendo a un grupo que tocaba versiones de AC/DC y la conversación giraba en torno a la época en que fueron escritas esas canciones, una época en la que los buenos Riffs de guitarra estaban por escribir y el abanico de posibilidades era enorme a la hora de componer. Una buena época, en la que podías unir dos notas y cambiar la historia del Rock. Qué pasará cuando ya no queden buenos riffs. Siempre quedarán buenos riffs. Tú crees. Claro. Pide más cerveza.

Una cosa llevó a la otra y no recordamos muy bien cómo, pero de repente estábamos hablando de una historia. ¿La escribimos? Claro. Yo siempre he querido escribir. Y yo. Pues mañana quedamos. Papel y boli. Y en ello estamos. Mientras tanto, otras pequeñas historias iban cruzándose en el camino. Aquí puedes leerlas. Algunas hechas a medias, otras hechas a título individual. 

Nos gusta pensar que son como las canciones que nos llevaron a todo esto, las que hicieron que nuestros caminos se cruzaran, primero entre amplificadores y micrófonos y después entre las teclas. Rock’n’Roll escrito. O algo así. En cualquier caso, la actitud con que lo vivimos es exactamente la misma.
¡Que lo disfrutéis!

Monty Peiró

La Historia (por Alex)


  Hay caminos que se cruzan en  momento y lugar harto improbables. El nuestro, de Monty y mío, evidentemente, se cruzó por primera vez hace ya unos cuantos años. Aún faltaban dos para entrar en el siglo veintiuno, y yo tocaba con mi banda de aquel entonces, Maledicta, en Benaguasil, población de la que es oriunda, cambalaches del destino, Miss Monty Peiró. Nuestros caminos, digo, se cruzaron aquel día...Y poco más. En realidad no hubo contacto, aunque ella me asegura que subió a cantar coros con nosotros en plan espontánea. Yo ,en cualquier caso, no lo recuerdo. Lo que no significa que dude de su palabra, simplemente quiero decir, que después de aquel día, Monty seguía sin existir para mí.

Debieron pasar como cinco años antes de que nuestros caminos se cruzaran de nuevo. Maledicta desapareció y yo andaba en esos tiempos tocando con la primera encarnación de The Stone Circus. Monty, por su lado había ido haciendo camino, o eso supongo, y en esos momentos era, imagino que entre otras muchas cosas, la cantante de Sweet Little Sister. A día de hoy, yo sigo empeñado en que dimos aquel concierto en el P'aberse Matao de Sedaví con ellas, y cada vez, ella debe recordarme que al final no pudieron tocar por no se qué problema y en su lugar tocó con nosotros otra banda de la que ahora mismo no recuerdo el nombre. Pido perdón por ello. En cualquier caso, lo importante de aquel día, para el hecho y cuestión que nos ocupa, es que se produce nuestro primer contacto.

Después, han sido varios años de cruzarnos en la noche, en los bares. Conciertos de las Sister, conciertos de los Circus, conciertos de otras bandas, locales de ensayo... Mientras, Monty continuaba su ascendente trayectoria con Sweet Little Sister y yo me liaba la manta a la cabeza y remozaba a The Stone Circus, ahora ya como quinteto, y tratábamos de irrumpir en el panorama con la mayor fuerza posible.

Cuando los Circus entramos a grabar nuestro segundo disco,"Wasteland" invitamos a Monty, entre otros, a colaborar en las voces. Dicha colaboración llevó a la formación de las Stone Sisters, a la sazón Monty Peiró & Merche Cardoso, que se convertían en la sección de coros oficial de The Stone Circus Band.

Han pasado los años. Ha corrido el tiempo. La vida ha seguido su curso. Sweet Little Sister han dejado de existir. Monty fundó las Sheenas, que tampoco están ya en activo. The Stone Circus estamos en un paréntesis indefinido, pero la semilla ya había sido plantada. Lo mejor de todo esto es que a pesar del tiempo que hace que nos conocemos, y va para diez años, ninguno de los dos sabía de la afición del otro a escribir. Claro, sabíamos que ambos escribíamos letras para nuestros respectivos grupos pero…¿Escribir?¿Escribir de verdad? ¡Ja!

Y eso que han sido diez años de compartir mesas, furgoneta, ensayos, escenarios, reuniones en habitaciones de hotel a horas indecentes, alguna botella de dudoso contenido, pruebas de sonido, conciertos…pues bien, ¡ni una sola palabra acerca de la escritura!

Hemos tenido que llegar a esa terraza al lado del mediterráneo, escuchando algunos de los mejores riffs jamás escritos, para enterarnos de nuestra afición mutua, lo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta el camino recorrido. Pero así son las cosas. El caso es que uno de esos riffs inspiró una historia. Y allí mismo, nos enteramos de nuestro gusto mutuo por leer y por escribir, y sin pensarlo demasiado decidimos contar esa historia. Y en ello estamos. Y mientras lo hacemos, vamos dejando por el camino pequeños relatos, algunos escritos a dos bandas, como nuestro libro. Otros a cara perro y con la soledad como colaboradora. Pero todos guiados por el mismo afán.  El mismo que ha guiado nuestro camino por los senderos del rock. El deseo de crear y transmitir.
En realidad, seguimos contando historias, la diferencia es que ahora la música a esas historias,la pones tú.

Alex Moure

La Arena II - Llámame Brisa

(Esta historia es el segundo capítulo de "La Arena", si no lo has léido, hazlo primero)

Por Monty Peiró 

Call me the breeze
I keep blowin' down the road
Well now they call me the breeze
I keep blowin' down the road
I ain't got me nobody
I don't carry me no load
J.J.CALE

La veo nada más entrar en el bar. Apoyada en la barra, bebiendo whisky solo como sólo beben las mujeres solas. Me atraen este tipo de mujeres. Sé que me va a rechazar, que va a ser terriblemente antipática, puede que agresiva. Me atraen las mujeres que odian a las mujeres, que compiten con cualquier otra que ose pisar un centímetro de su terreno. Me gusta sentarme con ellas, aguantar su ataque, sortear sus provocaciones y al final, arrancar de su odio una historia. Normalmente una historia trágica que les ha hecho desconfiar de cualquier otra mujer porque hace siglos que dejaron de confiar en ellas mismas. Pero casi siempre una buena historia. Me gusta escuchar buenas historias contadas por malas mujeres. Supongo que aunque nunca les cuente la mía, la de verdad, sé que sólo ellas serían capaces de entenderme. Sé que en el fondo, este tipo de mujeres apoyarían mi causa.

Me acerco y me sitúo junto a ella. Qué tal, le digo. Me mira con tanto desprecio que no puedo evitar sentir la adrenalina surcando mis venas. Promete. Se termina su copa de un trago y hace un gesto al camarero que significa claramente “otro”. Me siento a su lado. No se inmuta. Le digo al camarero que me sirva otro whisky a mí. Aunque odio el puto whisky lo hago por pura deferencia. Cuando nos sirve los dos le ofrezco un brindis elevando mi vaso. Qué coño quieres, me espeta. Beber, como tú. Sonrío. Resopla de hastío, sé que eso significa que la barrera ha caído unos centímetros. Eleva su vaso y brindamos, aunque no me mira. Cómo te llamas. María, como la virgen. Lo dice con sorna. Yo soy Breeze, pero llámame Brisa.
¿Brisa? ¿Pero qué nombre es ese? Le explico que mis padres son esa clase de gente que piensa que llamar Breeze a su hija es algo muy guay. Qué le vamos a hacer. Los sesenta, todo ese rollo. Me dice que el suyo es mucho peor. La virgen. Hay que joderse. Que sus padres son esa clase de gente que piensa que llamar María a su hija es algo muy guay. Y bueno. Los nombres. Tampoco sirven para nada. Qué más da ¿no? Si al final nunca tienen que ver contigo. Son un mal necesario. Brisa, joder, Brisa. Se ríe. Me mira y se echa a reír a carcajadas. Y pide otro whisky, y me mira, y dice bueno dos. Y entonces sé que la barrera ha caído del todo. En realidad, no hay nada más fácil que una mujer antipática poniendo todo su esfuerzo en aparentar ser dura y tener carácter. Te dejas machacar un poco, le das la impresión de que estás reconociendo su superioridad y ya está. Las tipas duras de verdad no son tan antipáticas porque no lo necesitan. Pero el caso es que María ya no me odia. Bueno, ya no cree que me odia, porque en realidad nunca lo ha hecho. Me estaba esperando con la misma intensidad con la que yo la he estado buscando. Las dos necesitábamos a otra tía que nos hiciera de amiga esa noche. Bebemos más y me cuenta que está cabreada de la hostia porque su peluquera es una zorra que le ha cortado el pelo un palmo más de lo que ella le dijo. Que pensaré que es imbécil por deprimirse por algo así, pero que es la realidad. Le digo que qué cojones voy a pensar que es una imbécil, que la mayoría de las peluqueras son unas malditas zorras y que a cualquier mujer le amarga el día algo así. Joder, es que no es tan complicado. Un centímetro. No treinta. Uno. Pues no. Treinta. Y así toda la puta vida. Pues claro que es para deprimirse. Qué mierda pasa. El puto ser humano es capaz de enviar sondas espaciales a Marte. Debería ser posible que una peluquera te hiciera el corte de pelo que pides. Y si te quejas, entonces eres una jodida superficial y una frívola y todo ese rollo. Tienes que callarte y lucir tu peinado que no quieres, que odias y por el que has pagado, con la cabeza gacha, para no ser frívola. Como voy un poco borracha a estas alturas, empiezo a fantasear en voz alta con asesinar a aquella maldita peluquera que alardeaba de no ser como las demás y me cortó un puto flequillo que me costó unos dos años superar. Dos años pareciendo una gilipollas por su culpa. Si hubiera vuelto a su estúpida peluquería no tengo duda de que la hubiera matado. Pero decidí no volver, porque sé de lo que soy capaz. María está riéndose porque cree que bromeo y me dice que sería genial que fuéramos a las peluquerías a punta de pistola diciendo a las peluqueras que hay una bala en la recámara y que cada centímetro de más será un intento. Se ríe mucho. Y bebe más, aunque no va tan borracha como yo. Tiene aguante. Preferiría que no fuera así, porque quiero seguir bebiendo y quiero tener la seguridad de que si digo alguna gilipollez, ella no lo recordará. Así que le digo que vamos a brindar, pero yo sólo bebo un sorbo y ella en cambio, da un trago largo, porque es esa clase de tía de trago largo. Lo supe desde que la vi. Entonces empieza a hablar de su ex. La ha dejado. Por otra. Lo de siempre. Por otra que es más guapa y más sonriente y mucho más sociable. Una que es mejor que ella. Y no lo dice, me asegura, para hacerse la víctima ni para fingir una puta falta de autoestima de mierda. Es que es mejor. Y ya está. Y si fuera él también se habría ido con la otra porque su vida será más feliz con ella. Así que ahora que ella sabe que él puede estar con alguien mejor, tiene que encontrar para ella a alguien peor que él y no le apetece mucho, porque él ya era bastante malo. Está viviendo ese momento, me dice, y por primera vez veo en su mirada la más profunda de las tristezas, en el que sabes que si no quieres estar sola, vas a tener que estar con auténticos gilipollas, porque los tíos con los que es agradable estar pueden estar con tías muchísimo mejores que tú. Y entonces empieza, desde su último ex hasta el primero, a repasar cómo cada uno era peor que el anterior. Cómo cada uno la trató un poco peor, la convirtió en un poco peor. Y yo escucho, porque por fin tengo mi historia y porque a ella le gusta que le escuche. A veces me mira, y yo asiento mientras exhalo el humo de todos los cigarros del mundo, pero la mayor parte del tiempo ni siquiera está allí, está en el jodido infierno, abriendo los ojos a la realidad, dándose cuenta de que esto no tiene nada que ver con todas las putas películas que nos han vendido a las tías. Nada de príncipes azules, nada de risas, nada de flores, nada de bonitas canciones de amor, nada de llevarte de compras a Chanel. Para ella solo hay un montón de gilipollas. Un montón de gilipollas que la han tratado como una basura, hasta que ella misma se ha sentido como una basura. Una basura que necesita que cada noche le den una patada. Que asume que nadie se pone sus mejores galas para tirar la basura. Y entonces me acerco y pongo mi mano encima de la suya y con la otra le doy un cigarro encendido. Me clava la mirada y me cuenta que tenía sólo ocho años cuando la violaron. Que dejó de ser virgen antes de saber que lo era, así que formalmente nunca lo había sido. Y claro, después de eso ya no había levantado cabeza. Me dice que era un amigo de su padre, que siempre se reprochará no haberlo matado. Que debería hacerlo. Es muy fácil. Es un viejo y vive solo. En una casa casi en ruinas en medio de la nada, justo siete calles más abajo de donde estamos ahora. Está sordo y es de esa clase de imbéciles que guarda una copia de la llave debajo del felpudo. Es probable que tenga una enfermedad mental. Nadie lo va a echar de menos porque no tiene a nadie. Sería muy fácil. Sería lo que debería hacer. Sólo cuando él muera ella se sentirá libre, pero no hay manera de que eso suceda. Años y años esperando. Y no hay manera, tiene una longevidad insultante. Se ríe un poco y apura su vaso. Me ofrece un brindis. Por que se muera de una vez. Por que lo mates de una vez, apunto yo. Me mira a los ojos tan profundamente que consigue suspender en el tiempo, para siempre, el segundo que dura su mirada. Se ríe, bebemos y me dice que al final menos mal que he aparecido. Que he sido una buena compañera de borrachera pero que ya ha hablado demasiado. Me besa en la mejilla y se va. Ya nos veremos, vuelve por aquí. La próxima vez seré yo quien escuche, prometido.

Le pido al camarero que ponga “That ol’ devil called Love” en la versión de Billie Holliday y termino mi vaso mientras la música arropa mis pensamientos y arroja algo de belleza sobre todos los infiernos de María. Si no fuera porque he bebido demasiado y soy incapaz de andar con estos tacones que a estas alturas de la noche me resultan insoportables, me dirigiría ahora mismo a cargarme a ese tipo. Tengo serias tentaciones de hacerlo pero sé que es mejor esperar a estar en plenas facultades, así que me obligo a comportarme de manera coherente y simplemente pago mi borrachera y me largo a mi casa, donde sueño que María y yo estamos en una especie de campo soleado, bucólico y precioso, rodeadas de flores. Cojo una flor y ésta empieza a sangrar, y de repente todo se empieza a oscurecer y tenemos que correr no sé por qué, pero sentimos pánico. Y corro, en sueños, durante toda la puta noche, huyendo no sé muy bien de qué.

Para cuando me despierto siento en el estómago la sensación que tengo siempre antes de cargarme a alguien. Una mezcla de nerviosismo, emoción y alegría  que recorre mi estómago en movimientos circulares. Supongo que es eso mismo que sienten los músicos antes de un concierto, eso de lo que tanto hablan. Para mí es esa voz que me recuerda que tengo que agarrar cada segundo porque nunca sabré cuando puede ser la última vez, que me recuerda además que nunca debo acostumbrarme demasiado como para no sentir nada, que tengo que saber  lo que estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo, porque eso es lo que me diferencia de uno de esos psicópatas que matan al azar. Esto es muy distinto, es mi aportación práctica a esa entelequia con la que todos soñamos. Es mi manera de intentar cambiar el mundo, sólo que por supuesto, I do it my way.

No me resulta complicado entrar en su casa. María  me ha diseñado y regalado el plan perfecto. Un anciano sordo, solo, que deja sus llaves debajo del felpudo y que vive en una calle donde no hay nadie. Incluso demasiado fácil. Que sea un viejo desvalido no me supone un problema. No voy a sentir pena. Los hijos de puta también envejecen, y detrás de sus entrañables arrugas, sus frentes ralas  y sus enternecedores bastones se esconde lo que han sido y seguirían siendo de no ser por sus limitaciones físicas. De hecho, este asunto tiene un encanto especial. El del jaque mate inesperado. El de aparecer cuando ese maldito pederasta cree haber ganado la partida y espera plácidamente la visita de una muerte adormecedora y nocturna. Pues no. Vengo a joderte en el último momento, porque nadie que haya sembrado semejante maldad  merece morir plácidamente mientras duerme. Mereces un final digno que curse con dolor, miedo y toda la angustia del mundo. Mereces saber que voy a arrebatarte años que te corresponderían de no ser por mí, y que además, lo voy a hacer de la manera más cruel que se me ocurra. Justo lo que tú le hiciste a María. Sólo vengo a subirte a la balanza, a comprobar a cuánto sale el peso de tu alma.

Esta vez no necesitaré triturar a nadie, podré hacer que parezca un suicidio. Nadie va a investigar a un viejo con problemas mentales que decide suicidarse. Nadie va a echarte de menos, nadie va a perder más tiempo del estrictamente necesario contigo. Alguien olerá tu puto cadáver, llamará a quien corresponda, llegarán, te recogerán y te echarán a la fosa vacía que les pille más cerca, sin ataúd, sin funeral, sin luto. Eso es todo lo que sucederá. A ti ya te dará igual, claro, pero supongo que el hecho de saber que nadie derramará una mísera lágrima por ti no es el mejor equipaje que puedes llevarte a donde quiera que creas que vas a largarte después de muerto.
Entro en la casa e ilumino con mi teléfono móvil la estancia. Huele asquerosamente mal. Veo un pasillo y dos puertas a cada lado. Y todo ello lleno de trastos inservibles, bolsas y muebles. Una rata huye hacia el fondo del pasillo. Las ratas siempre son útiles en estas situaciones, así que aplaudo su presencia. En alguna de las cuatro habitaciones debe estar durmiendo, o al menos acostado, teniendo en cuenta la oscuridad que reina en la casa. En este momento visualizo lo que va a pasar. Para cuando se dé cuenta de mi presencia va a estar maniatado. Si intenta gritar le apoyaré la pistola en la sien. Y si hace falta le dejaré inconsciente, aunque esto último es sólo la última opción. Lo de matar es casi lo de menos, el trámite necesario, pero esto no tiene ningún sentido si no veo pasar por su mirada el mismo miedo y horror que han provocado. Si no lloran, suplican y se acojonan, esto no sirve de nada, porque es justo en ese instante cuando siento una paz que me invade por completo, cuando sé que se largan de este mundo de la peor de las maneras, sintiendo que merecen todo el mal que les sobrevenga. Normalmente no suelo recrearme en la tortura física, es más una cuestión mental. Me gusta que me perciban como la representación de la justicia, porque en ese momento la mayoría piensan en Dios, el juicio final,  el infierno, el puto Satanás, el fuego eterno y todo ese rollo. Y se acojonan de la hostia, porque atan cabos y entonces creen que todo era verdad y van a arder de manera infinita. A mí me gusta que lo crean porque no he visto nunca un dolor más agudo que ese. Si luego arden o no ya no es mi problema. Que se apañen con Dios, los gusanos o lo que sea.

Esta vez es diferente, quiero causarle dolor físico, porque no se me ocurre nada más repugnante que un pederasta. La mayoría de nosotros nos arrancaríamos un brazo a mordiscos por poder volver a ser niños, por la inocencia, la alegría y la seguridad que sentíamos al lado de los adultos, porque todo era tan fácil como hacerles caso, tenían todas las respuestas, eran superhéroes que nunca cometían un error, que conocían todo muy bien, que jamás iban a fallarnos, a dejarnos solos, a hacernos daño.  Imagínate que nunca fuiste del todo un niño. Que el mal entró en tu cuerpo y tu cerebro cuando no podías identificarlo, se instaló en ti, en cada una de tus células e hizo que estas se desarrollaran con una anomalía en cada una de ellas, una anomalía que no puedes corregir. Una anomalía que forma parte de ti exactamente igual que tu nariz. Que eres tú. Que ni siquiera podrás saber nunca dónde empieza y dónde acaba. Que no puedes extirpar. Que hará que esa contradicción sobre lo que los mayores dicen que está bien y lo que tú sientes que no lo está te acompañe toda la vida. Y encima, ahora se supone que tú eres uno de los mayores. Pero no  lo serás del todo nunca. Serás un niño que nunca lo fue luchando por ser un adulto que nunca podrá serlo. Y eso, merece todo el dolor del mundo.

Creo que todo el dolor del mundo se esconde en los nervios de los dientes. Al menos eso es lo que yo he pensado cada vez que el puto dentista, por error, me ha inyectado la anestesia directamente en el nervio. He sentido un dolor eléctrico. Un dolor tan grande que sacude todo tu ser, no sólo a nivel físico. Te hace sentir una jodida mierda, te humilla y te empequeñece. Te releva a la más absoluta de las escorias, casi sientes vergüenza de ti mismo. Esa es la razón, supongo, por la que los más débiles, puteados e injustamente maltratados del planeta acaban asumiendo que lo merecen. Ese es el tipo de dolor que busco, el que te invade por completo y te deshumaniza, te desposee de tu ser, de tu dignidad, de todo. No quiero imaginarme lo que debe ser que te corten la piel de las encías y claven agujas sobre tus nervios. Me recorre un escalofrío sólo de pensarlo. He traído un bisturí de precisión con el que abrir sus encías como el que abre una lata de atún, bordeando cada diente. Supongo que se desmayará del dolor;, pero acabará volviendo en sí y se volverá a desmayar. Y podremos estar así unas cuantas horas. Y cuando él crea que todo va a acabar por fin, me largaré. Lo dejaré atado un día entero, o dos, no sé. Para cuando vuelva, espero que crea firmemente que le voy a matar y espero que lo desee con toda su alma. No lo haré. Le cortaré los labios y los trituraré, le haré un torniquete, le cauterizaré las herida y le obligaré a bebérselos. Y cuando ya no sea capaz de sentir más dolor, de odiarse más a sí mismo, sólo entonces, lo asfixiaré con mis propias manos. Después lo colgaré con una soga. El pobre se ahorcó. Y luego las ratas treparon por la silla que estaba al lado y que utilizó para subirse a la horca y le comieron los labios y las encías. Seguramente también devorarán los ojos, los dedos de las manos… pero eso ya es asunto suyo. Un anciano se suicida y las ratas que tenía en su casa devoran algunas partes de su cuerpo. Un horror. Todo el mundo pondrá una mueca afligida al leer la noticia en la sección de sucesos del periódico. Puede que se lleven una mano a la frente con gesto apenado. La noticia ocupará cuatro líneas. Pasarán la página y no darán crédito al divorcio de nosequién. Quién lo iba a decir, si eran la pareja perfecta.
Con el plan trazado perfectamente en mi cabeza continúo avanzando por el pasillo. Abro una puerta. Nada. Tan sólo una serie de muebles apilados unos contra otros. Abro la de al lado. Un viejo escritorio, una silla y un montón de maletas en el suelo. Tampoco. Giro el pomo de la que está justo enfrente. Veo una cama. Aquí está. Debe estar aquí. Respiro hondo y enfoco la luz de mi teléfono móvil al suelo. No quiero despertarle. Conforme me voy acercando veo una figura humana debajo de las mantas. Tengo que ser muy rápida. Tengo que amordazarle rápidamente, cogerle las muñecas y atárselas. Teniendo en cuenta su edad, su estado físico y mental y que está durmiendo no me va a costar demasiado. Allá voy. Me acerco a la cama. Me abalanzo sobre el cuerpo para amordazarle pero noto algo raro. No se mueve. No se inmuta. Joder. Está muerto. Tardo unos trece segundos en asimilar la situación. Enciendo la luz y observo el cadáver. Está recostado en la cama. Tiene los ojos abiertos, inyectados en sangre. Sus párpados están morados y sus uñas también. Los dedos de las manos tienen las yemas algo despellejadas, laceradas. Obviamente no ha muerto de viejo. Ha sido asfixiado por alguien novato que cree que poniendo la almohada debajo de su cabeza simula una muerte natural. María. Claro. Ha sido ella. Yo la alenté. Salió del bar, vino y lo asfixió con la almohada. Un clásico. No es consciente de que es evidente que ha sido asesinado y que en una situación así la policía tendrá que investigar, encontrarán fibras de la almohada en la boca y nariz, habrá huellas por doquier… Si no quiero que María acabe encarcelada, tendré que solucionar esto. Me jode sobremanera que me haya alterado el plan, que me haya privado de poder matar a ese hijo de puta como realmente merecía. También siento un ligero remordimiento, pero qué cojones, nadie mata a nadie porque una desconocida te invite a hacerlo en un tono de broma y por justificar un puto brindis. Ella sabrá. Y por último, siento también una ligera alegría. No soy la única. No estoy tan loca. La noto cercana. Mi amiga.

Observo la habitación y veo que puedo seguir con el plan de simular un suicido por ahorcamiento. En lugar de soga, utilizaré las mismas sábanas para justificar la presencia de algún resto en ellos, por si algo fuera muy evidente para unos ojos expertos.

Al cabo de una hora todo está en orden. El ahorcado cuelga del techo sobre la cama. He cortado un poco sus dedos para que el olor de la sangre atraiga a las ratas y los devoren, eliminando las pruebas que hay en ellos. Sé que también devorarán los párpados y los ojos. Como marca personal, lo he desnudado para que también devoren su pene. Justicia poética o algo así. Ahora sí. Se suicidó colgándose sobre su propia cama. Pobre hombre, qué duro es envejecer solo, a saber lo que estaría pasando y otros grandes éxitos.
No es muy tarde, así que decido pasarme por el bar. Algo me dice que estará allí. La veo de nuevo, apoyada en la barra. Me siento a su lado y sonrío. Me devuelve la sonrisa y la luz de sus ojos no deja lugar a dudas. María pide al camarero un whisky para mí y en cuanto lo tengo delante, eleva su vaso para brindar. Por la libertad.

Tengo ganas de que lea la noticia en el periódico.

Tocando Fondo

Por Alex Moure




Observa la ciudad dormida tras el cristal de su ventana. Un desierto de antenas y almas solitarias. Abajo, el asfalto brilla con los restos de la última tormenta y una sirena rasga la noche. Dos gotas compiten en una alocada carrera por llegar al alféizar. Su corazón galopa por efecto del último tiro. Los frenos de un tren chirrían al llegar a la parada que tiene justo debajo. El tiempo parece detenerse un instante . Inspira sonoramente por la nariz. Nota como los cristales de la cocaína llegan a su garganta. Cierra los ojos. No logra entenderlo. No hace mucho tiempo, a estas horas, habría estado durmiendo junto a ella. Esperando que la noche dejara paso al implacable amanecer. Aguardando el inicio de una nueva jornada. Una nueva y agotadora carrera hacia el poder y la abundancia. Interminables días pasados en la oficina con el único objetivo de aumentar sus posesiones. Y todo por ella. Su sol salía y se ocultaba con ella. Vivía por ella. Habría sido capaz de morir por ella. Ya no.

Abajo en la calle, un taxi se salta la luz roja del cruce. Su corazón desbocado bombea sangre a marchas forzadas. Puede sentir su propia excitación. Y como cada puto día, su mente vuelve a revivir el momento. No hay nada que pueda hacer por evitarlo.

Aquella noche, llegaba tarde a cenar, como casi siempre. Pero no vio la mesa preparada. No había cena enfriándose en la encimera. De hecho no había nada fuera de sitio. Observó el imponente apartamento. Estaba impoluto. Sin rastro de vida. Hacía horas que nadie deambulaba por allí. Pensó en gritar su nombre. Pero sabía que era inútil. Notaba perfectamente su ausencia. Entró en el dormitorio y lo vio. Encima de la cama, una hoja de papel. La muy puta se había largado y ni siquiera se lo decía a la cara. Por mucho que le doliera, debía reconocer que era algo que siempre se había temido. En realidad, nadie podría haber previsto que un tipo como él pudiera terminar con una mujer como aquélla. Ni siquiera él mismo. Sin embargo se quedó enganchado en cuanto se la presentaron en aquella cena. Ella, evidentemente no le hizo ni puto caso. Pero estaba decidido. Sólo era cuestión de hallar su punto débil. Todo el mundo tiene uno. Él descubrió el de ella a través de un amigo común. Se enteró de que le gustaba lo que a muchas. Los coches caros, las carteras abultadas, la cocina de autor, los lugares exclusivos, los zapatos con precios de tres cifras, ropa que sólo venden en lugares donde te reciben con champán y te atienden a puerta cerrada y los cócteles cuyo nombre sólo conocían los mejores barman de la ciudad. Y él cumplía todos los requisitos. Comenzó a recogerla en su Ferrari y a llevarla a lugares en los que se saltaban interminables colas. Los mejores restaurantes y por supuesto el mejor champán y la mejor ala de mosca colombiana. No hicieron falta muchos gramos para que se trasladara a su apartamento “full time”. Él tenía perfectamente claro que ella no lo quería. Las mujeres cómo aquella nunca amaban a nadie.  Pero a él le daba igual. Así de patético era. Para él era perfecta. Una puta en la cama y una señora en las cenas de la empresa. Que ella sólo amara la tarjeta de crédito que él le había proporcionado le traía sin cuidado. Como tampoco le importaba que la usara sin medida. Podía permitírselo. Eso y más. Sin duda podía permitirse una mujer como aquella.
Casi un año después, mientras observa la noche desde la ventana de su asqueroso apartamento, no lo tiene tan claro. Quizás, realmente no podía permitirse una mujer como ella. O tal vez,  la solvencia no tuvo nada que ver. Simplemente decidió que necesitaba a alguien igual de rico, pero menos patético. A fin de cuentas, él siempre se sintió, en cierto modo inferior. Puede que ella siempre hubiera sido demasiada mujer para un imbécil como él. Y para qué engañarse, el mundo está lleno de tipos con Ferrari, tarjeta platino y trajes de Armani. Y ella era un polvo demasiado bueno para que nadie lo dejara  pasar.
Ahora se daba cuenta, de que por mucho que siempre se  hubiera temido el final, nunca fue realmente consciente del daño que podía hacerle. Aquel día su mundo se detuvo. El suelo que lo sustentaba se abrió y se precipitó sin freno hacia el abismo. Empezó a faltar al trabajo. Alargaba los fines de semana y los lunes no pasaba por la oficina. Poco después empezó a alargarlo al martes, y al miércoles…al final trabajaba menos días de los que faltaba. Gracias a su posición en la empresa como vendedor número uno, sus superiores tuvieron bastante manga ancha. Pero claro, sus reiteradas ausencias hicieron que sus números cayeran en picado. Por lo que, apenas tres meses después de que ella se fuera, se vio en el despacho del director. Sin trabajo y al ritmo que se estaba esnifando sus ahorros, era imposible que pudiera continuar con su imponente tren de vida. Empezó a vender cosas. Al principio pequeños objetos cotidianos a los que ya no les encontraba utilidad. En poco tiempo se vio sin su televisor Loewe, sin su equipo Bang&Olufsen, sin su Pattek Philippe. No tardó mucho tiempo en vender el Ferrari y cuando se vio incapaz de pagar la hipoteca de 4000 pavos, también tuvo que vender su impresionante apartamento en la mejor zona de la ciudad. A veces, recordando, le resultaba increíble todo lo que había ido entrando por su nariz.
Con lo que le sobró de la venta del piso después de apañar cuentas con el banco, se compró el asqueroso y deprimente cuchitril desde el que ahora observa el mundo. Es una estancia única de apenas 30 metros cuadrados. Las paredes están necesitadas desde hace tiempo de una mano de pintura. La cama, el sofá y la cocina comparten el mismo espacio sin orden ni concierto. A la derecha del espacio que hace de cocina hay una puerta que da al minúsculo baño. Una maltrecha y barata estantería, donde descansa un mini equipo de música de dudosa calidad y algunos libros y discos compactos, y una anodina mesa de centro entre la estantería y el sofá, completan el escaso mobiliario. El suelo está cubierto de revistas y restos de envoltorios de comida. La limpieza no es, ni de lejos, una de sus preocupaciones en estos momentos. Lo que le gustó del minúsculo apartamento fueron tres cosas: era un último piso, un enorme ventanal batiente, de tipo industrial, ocupaba la práctica totalidad de una de las paredes y la más importante, podía pagarlo.

En la calle una furgoneta de reparto se detiene en el semáforo en rojo de un cruce desierto. Desde su posición puede ver como el conductor aprovecha el tiempo para liarse un canuto. La luz cambia a verde mientras el conductor se lleva el porro a los labios con la mano derecha y lame el adhesivo del papel de izquierda a derecha. Lo sacude para prensarlo, quema con el mechero el papel sobrante. Lo observa un instante, como si estuviera orgulloso de su obra, luego se lo pone entre los labios, lo enciende y arranca justo cuando el semáforo cambia de nuevo a rojo.

Mientras contempla la escena, no puede evitar sonreír ante la ironía. Es un jodido mundo este en el que vivimos. Decide que ya es hora para otro puntazo de ese maldito polvo blanco. Se sienta en el sofá. En el equipo, Tom Petty canta “ me arrastro de nuevo hacia ti”. Observa la mesa que tiene delante. El polvo blanco se desparrama desde una bolsa marrón sobre el espejo. Coge la botella de güisqui barato y vierte parte del contenido en un vaso mugriento. Se lo bebe de un solo trago. Coge su carnet que está sobre el espejo, y aparta con él un poco de coca. Le da forma con movimientos precisos, repetidos hasta la saciedad a lo largo de su vida. Agarra el turulo. Es de plata, recuerdo de otros tiempos. Se inclina sobre la mesa mientras con la mano derecha se acerca el tubito a la nariz, lo introduce en el orificio izquierdo a la vez que con el dedo índice presiona el orificio derecho de su nariz, y con una profunda inspiración, hace desaparecer la raya de la lisa superficie. Antes de recostarse en el sofá, vierte otro poco de güisqui en el vaso. Le pega un sorbo corto y el ardiente líquido calma al instante su garganta. Irritada por el abuso del cristalino polvo. Se prepara otra raya. La esnifa. Vierte un poco más de güisqui y se deja caer sobre el respaldo vaso en mano. El arco que su brazo describe cuando se lleva el vaso a la boca, es el único movimiento que realizará en los próximos minutos. Es curioso, piensa. Al principio la coca te despeja y te da una energía indescriptible. Empezó a consumir para soportar las maratonianas sesiones de trabajo y paliar el stress que le provocaban. Y le iba bien. Le ayudaba a soportar largos días tras escasas horas de sueño. También le ayudaba en la cama con ella. Y formaba indefectiblemente parte de su ajetreada vida social. Pero al cabo del tiempo, empiezas a necesitarla para cualquier cosa. Para todo. Es lo primero que haces cuando te levantas y lo último que haces antes de meterte en la cama. Y tu vida acaba convertida en un enorme pasillo de paredes blancas. Y deja de despejarte. Cuando te metes mucha coca, durante mucho tiempo, se invierten los efectos. En lugar de darte energía te sumerge en un extraño estado de hipersensibilidad. Y en ese estado creas tu propio mundo y te encierras en tu burbuja. La paranoia y las alucinaciones empiezan a formar parte de tu vida. Hasta que llega un momento en el que no sales de tu casa a no ser que sea estrictamente necesario. Básicamente cuando te quedas sin cocaína y no encuentras a ningún “dealer” que quiera traértela a casa. Que es exactamente lo que le sucedió un par de días atrás. Y el motivo por el que tenía esa enorme bolsa encima de la mesa y llevaba dos días con el corazón desbocado.
El caso es que al único que consiguió localizar fue a un mafioso de altos vuelos al que todos conocían como El Turco. El problema es que al puto Turco no le gusta pasar cantidades pequeñas. Y él, está empezando a estar realmente corto de dinero. Así que allí está, en casa del Turco, en su despacho. Sobre la mesa se apilan amontonados paquetes marrones. Cada uno contiene un kilo de la mejor coca colombiana. Y El Turco está tratando de convencerle de que se lleve uno de esos paquetes. Y él se está resistiendo. Le explica que no tiene tanto dinero. Que se apaña con diez gramos. Pero El Turco insiste. Mejor, le dice. Llévatelo. Ya me lo pagarás cuando lo vendas. Es muy pura. La puedes cortar bastante. Pero no te pases. Tengo un nombre que mantener. Él continúa resistiéndose, pero con menos fuerza. Su doblegada voluntad, no tiene nada que hacer contra sus deseos de meterse un tiro. Y el paquete que El Turco le pone delante tiene una pinta estupenda. No seas tonto, le dice el muy cabrón, puedes meterte una mierda de puta madre y de paso hacer algo de pasta, que me parece que falta te hace. Y su resistencia se quiebra como una rama secada al sol. Agarra el paquete que tiene delante y sale de allí cagando leches antes de que pueda arrepentirse. Mientras abre la puerta, escucha a su espalda la voz del Turco. Y recuerda pimpollo, son 30.000 pavazos lo que me debes, más que nada para que te hagas tus cuentas.

A pesar de lo jodidamente podrido que tiene el cerebro, tiene bastante claro que acaba de meterse en un berenjenal de cojones. Cómo coño va a vender tal cantidad de coca es algo que en ese momento se le escapa. Puede llamar a sus antiguos compañeros. Hace tiempo que no tiene contacto con ellos. En realidad llevan meses evitándole. Pero una cosa es soportar al puto perdedor que no supo sobreponerse a una ruptura, y otra muy distinta soportar al tipo que tiene uno de los mejores talcos de la ciudad. Pero aun así, después del corte, estaba hablando de cerca de dos kilos de coca. Y eso son muchos gramos. Quizá sería mejor llamar a alguno de los “dealers” que solían suministrarle material. Puede que consiguiera llegar a un acuerdo aceptable con ellos. Ganaría menos dinero, pero se quitaría antes el marrón de encima. Tal vez debería hacer ambas cosas. Pero la verdad es que, dos días después no ha hecho ninguna de ellas.

Este pensamiento lo arranca de su sopor. Observa el paquete sobre la mesa. Se ha debido hacer al menos 30 gramos. Desde que llegó a su apartamento  con el kilo no ha parado de hacerse raya tras raya. Ni siquiera recuerda haber comido. Y está seguro, de que, a excepción de esporádicas cabezadas en el sofá, no ha dormido en los últimos dos días.  De pronto se agobia. Le entra miedo, está convencido de que no va a poder vender toda la mierda que tiene ahí delante. El corazón se le acelera aun más y amenaza con saltarle del pecho. Le entra la paranoia y empieza a hiperventilar. Deberle semejante cantidad de pasta a alguien como el Turco es como andar por la vida con una diana en la espalda. Y de pronto su cerebro tiene un destello de lucidez. Tiene que hacer algo. No puede continuar así. Encerrado en esa mugrienta habitación, sin ver nunca la luz del sol. Antes de su visita al Turco llevaba más de un mes sin salir a la calle. Es impresionante la de cosas que puedes conseguir que te traigan a casa, además de las obvias, si sabes dónde buscarlas y a quién pedírselas. Pero ahora tiene que salir. Tiene que ponerse en movimiento cuánto antes. Y no se refiere tan sólo a la mercancía que le observa desde el espejo. Tiene que hacer algo con su vida. No puede seguir deslizándose por ese tobogán hecho de nieve. Una vez tomada la decisión, su corazón se apacigua un poco. Su respiración se vuelve casi normal. Está decidido, se dice a si mismo, mañana sin falta haré algunas llamadas y saldré a buscar a algunas personas. Sin falta. Mañana.  Vierte en el vaso lo que queda en la botella y se pinta un par de líneas sobre el espejo.

Cuando abre los ojos, hay alguien delante de él. Al otro lado de la mesa. Viste vaqueros y jersey de cuello alto bajo una impecable americana. Todo de color negro. Tiene toda la pinta de ser uno de los hombres del Turco. Lo observa desde su metro noventa. Su boca sonríe. Sus ojos no.

-       Viviendo en un barrio como este ¿ no crees que sería mejor que cerraras la  puerta? – no consigue situar su acento, pero definitivamente no es español.
-       ¿Ves algo que alguien quisiera robar?
-       Bueno, ahora mismo veo 30.000 pavos que no te pertenecen encima de la mesa.
-       Eso es verdad. Supongo que eso responde a la cuestión de quién eres. Lo que no sé , es que cojones haces aquí.
-       Mira, “pimpollo”, haz un esfuerzo por no ponerte demasiado chulo si no quieres que te reviente la cara. Estoy aquí porque El Turco quería saber por qué no habías dado aun señales de vida. Pero creo – dijo mirando la coca desparramada sobre el espejo – que ya lo tengo claro.
-       Bueno, a qué tanta prisa…¿acaso no se fía de mi? Sólo estaba disfrutándola un poco antes de meterme en faena.
-       A juzgar por tu aspecto lo que tú llamas un poco deben ser veinte gramos. Y no, evidentemente no se fía de ti. Pero, ¿tú te has visto? Tío estás hecho un asco. Tienes que controlar hombre. Esa coca colombiana es prácticamente pura. Acabará por hacerte estallar el corazón si no te cortas un poco.
-       Eso es problema mío ¿no?
-       Pues en realidad, no. Hasta que no pagues lo que debes  es mi problema. Y no me gustan los problemas. Además si sigues metiéndotela a esa velocidad, no te va a quedar nada qué vender. O lo que es peor, la vas a tener que cortar tanto que va a ser una puta basura. Y el Turco tiene una reputación que mantener. Ya te lo dijo. Así que lo mejor que puedes hacer es ponerte en marcha y empezar a largar papelas como un poseso.
-       No te preocupes, en cuanto te vayas hago un par de llamadas y lo soluciono. – el tipo se queda mirándolo un momento. En silencio. Mira al desparrame que ocupa la mesa y luego lo mira de nuevo-
-       Ya, son las cuatro de la mañana, pero si tú lo dices…bueno mira, “pimpollo”, El Turco me ha dicho que te conceda un día más. Así que mañana te levantas y empiezas a hacer gestiones y el lunes te pasas por allí y traes el dinero. La verdad es que debes caerle bien al jefe. Me ha dicho que no hace falta que lo traigas todo, pero si al menos la mitad. De esa forma seguirá confiando en ti. Yo, por mi parte, creo que es una absoluta pérdida de tiempo y que sólo va a servir para alargar lo inevitable. Si de mi dependiera, te dejaba frito aquí mismo, pero tienes suerte. Yo no soy el jefe.
Se le queda mirando un momento más. Sólo unos segundos. Entonces, sacude la cabeza mientras se acerca a la puerta. La abre y se gira.

-       Recuerda, “julandrón”, te espero el lunes. 15.000 pavos. A más ver.

Y cierra la puerta, dejándolo de nuevo a solas con sus pensamientos y su montaña de nieve. Debería estar preocupado. Asustado incluso. Pero la coca mantiene su cerebro atontado. En estos momentos es incapaz de detectar una señal de peligro aunque le esté atravesando la cabeza. Agarra la botella y la vuelca sobre el vaso. Pero no cae nada. La tira contra la pared que tiene delante donde se hace añicos que se esparcen por el suelo, como piezas de un puzle. Retazos de una vida descompuesta en líneas blancas y líquido ámbar. ¡Mierda! Exclama a una habitación desierta. Se levanta. Rodea el sofá y se acerca a la cocina. Abre el armario que hay sobre la nevera y saca otra botella de güisqui barato. Pero cuando ya la tiene en la mano, se queda observando otra botella. Está a la derecha. Al fondo del armario. Es una botella de Mcallan 30 años. Lleva allí más de un año. Esperando. Por si las cosas volvían a ser como antes. Deja la botella del puto segoviano y agarra la de añejo escocés. Qué cojones. Intuye que no va a tener muchas más oportunidades de beberse un buen güisqui. De hecho, empieza a ser consciente de que puede que no tenga muchas oportunidades de beber nada. Se sienta de nuevo en el sofá con la botella en la mano. Llena el vaso hasta el borde, lo alza y después de brindar con la estantería lo engulle de un solo trago. ¡ Joder! Piensa en cuanto el líquido se deposita en su estómago. Hubo en tiempo en el que se preocupaba y le interesaba conocer y probar los distintos tipos de güisqui. Pero ya no. Ahora sólo le importaba que fuera líquido. Nada más. Pero coño, no le queda más remedio que aceptar, que , a pesar del tiempo transcurrido y lo dañado que su sentido del gusto debe andar últimamente, esto es otra cosa. Se recrea en contundente sabor a roble, en su cristalino color dorado, en su aroma afrutado. Hace tiempo que no percibe esas notas en una bebida. Le parece casi imposible que pueda incluso evocarle recuerdos. Sin embargo, allí estan, a pesar de todo. Para celebrarlo decide tomarse otro vasito y acompañarlo de dos tiros de considerables proporciones. Después se pondrá a preparar las papelinas.

Cuando la segunda raya le cae por la garganta, tiene otro momento de lucidez. Éste le hace sonreír, aunque, realmente la situación no tiene gracia en absoluto. Acaba de caer en la cuenta que no tiene nada para hacer el trabajo. No tiene bolsas de papel vegetal, no tiene nada para cortar el polvo y lo que es aún peor, no tiene nada con qué pesarla. El pánico, que debió golpearle el cerebro hace ya un buen rato, hace por fin acto de presencia y le atenaza el estómago. Ahora piensa en los dos días que lleva encerrado y ajeno al mundo. Si al menos hubiera empleado parte de uno de ellos en agenciarse las cosas que necesitaba. Pero no, lo único que quería cuando salió de ver al Turco era encerrarse en casa a meterse rayas. ¿Pero en qué coño pensaba? ¿Cómo se había convertido en alguien tan mierda? O siempre había sido así y simplemente, la vida, no lo había llevado nunca por un camino tan jodido. Un sudor frío, efecto de la coca, le bañaba la frente. Su corazón latía a un ritmo frenético. Su mente se afanaba en encontrar respuestas, soluciones al problema en un laberinto de inviernos y nieves perpetuas. Pensó en devolverle al Turco lo que le quedaba de la mercancía. Le pagaría lo que pudiera y le iría pagando poco a poco. Claro, por qué no. Seguro que no le importaba. Te acercas a un tipo que está esperando que le lleves 30.000 pavos. Sabes que lleva un arma y que no le importa usarla. Y no sólo no le pagas los 30 grandes, sino que no le pagas lo que falta de la mercancía, que tan alegremente te has metido por la tocha. Un plan perfecto, piensa mientras apura el contenido del vaso. Igual le daría quedarse sentado esperando. No puede ser. Tiene que vender la coca como sea. No falta mucho para que amanezca. En pocas horas puede salir a buscar lo necesario. No le llevará mucho tiempo conseguir lo que necesita. Luego solo tiene que volver a casa y prepararlo todo mientras empieza a hacer llamadas. Claro, seguro que lo consigue. La euforia lo tiñe todo de rosa. Se prepara otra raya y se levanta a correr las cortinas. El sol empieza a asomar por el horizonte. Pone otro compacto en el equipo. Descanso un rato en el sofá y me pongo en marcha, piensa mientras deja el tubo de plata sobre la mesa y se sirve un par de dedos de Mcallan.

Abre los ojos a una habitación demasiado oscura. Se siente un poco abotargado. El disco que puso antes de sentarse sigue sonando. Sabina canta “…nos sirvió para el último gramo el cristal de su foto de boda”. Tarda unos segundos en percatarse. Claro, las cortinas, piensa mientras se levanta y se dirige a descorrerlas. Cuando lo hace, la luz del día no inunda la estancia. Tras el cristal, la oscuridad se ha cernido de nuevo sobre las azoteas. Algo está mal. Rematadamente mal. Apoya su frente contra el cristal. No consigue entenderlo. ¿Cuántas horas ha dormido? ¿Todo un día? No puede ser. Mira el reloj que tiene en la cocina. Marca la una y media. Atrasa varios minutos. Pero no tantos como para que no sea ya el día siguiente. Vuelve al sofá. Se sirve otro vaso de güisqui. Ya no hay nada que hacer. Tendrá que salir del pozo otro día. Hoy no va a ser posible. Se bebe de un trago la mitad del vaso y decide hacer algo especial. Vierte un poco más de cocaína sobre el espejo, y emplea varios minutos en conformar con el polvo blanco el nombre de ella. Se siente incapaz de pronunciarlo en voz alta, pero no le supone ningún problema escribirlo con nieve. Son sólo cinco letras, pero las ha hecho a tamaño “natural”. La primera es una “e”. La esnifa la con una única inspiración y se termina el vaso. Lo llena de nuevo y ataca la segunda. Puede que si se esnifa su nombre consiga borrar su recuerdo. Pega un trago y entonces nota la primera punzada en el pecho. Su corazón late con ritmo vertiginoso y desigual. Se lleva la mano al pecho, donde ha sentido el dolor y se encoge. Pero la punzada desparece y le pega un nuevo trago al líquido y se inclina sobre la mesa dispuesto a meterse la tercera letra, pero una nueva punzada le recorre el pecho. Esta ha sido más fuerte, la sacudida hace que se le caiga el tubo de la mano. Lo recoge y esnifa la siguiente letra del nombre. El dolor se suaviza un poco, pero no desaparece. Lo intenta con un poco más de güisqui, pero el alcohol no le calma. Se sienta encogido, contemplando la mesa y las dos letras que le faltan. Es consciente de que ofrece un aspecto deplorable, pero no puede evitarlo. No piensa parar hasta que su nombre haya desparecido por completo del espejo. Consigue inclinarse de nuevo sobre la mesa a duras penas. Sus músculos no responden como es debido, y el dolor en el pecho empieza a ser insoportable. Aun así se las apaña para esnifar la cuarta letra y beber un nuevo sorbo del vaso. Se recuesta encogido sobre el sofá. El dolor en el pecho lo está asfixiando. No consigue introducir aire en sus pulmones. Nota palpitaciones en su cerebro y un fuerte dolor de cabeza. La apoya en el reposabrazos y contempla la última letra. Es una “a”. Le mira desde la mesa, como una reina blanca. Sabe que tiene que metérsela, pero ahora mismo no puede. Prefiere esperar un poco, a ver si el dolor se calma. Y mirando esa letra, la última que queda en el espejo, cierra los ojos.

Afuera, la ciudad duerme en el olvido . Almas solitarias se abandonan en la noche.  Abajo, en el cruce desierto, la luz del  semáforo en rojo se refleja en el asfalto. El cielo negro, vacío de estrellas y esperanza.  Y a lo lejos, abriéndose paso por calles olvidadas, las sirenas gritan rasgando la noche.