"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros" Cicerón


miércoles, 2 de enero de 2013

La Arena (Gimme back my bullets)

Por Monty Peiró


Gimme back my bullets
Put ‘em back where they belong
Ain’t foolin’ around ’cause I done had my fun
Ain’t gonna see no more damage done
Gimme back my bullets


Gimme Back My Bullets. Lynyrd Skynyrd

Tengo la garganta llena de polvo. Pido un mezcal que lo arrastre a su paso, junto a la sed y el último y momentáneo recuerdo de la mirada del tipo al que acabo de volarle la puta cabeza. Así funciona normalmente: Primero les disparo y luego lavo mis recuerdos con mezcal. Me lo bebo a la salud del difunto, de manera que al brindarle esa especie de homenaje, en mi cabeza dignifico su muerte y me parece tan válida como cualquier otra o incluso mejor. Casi siento orgullo de darle a alguien una muerte auténtica. Si alguien decide volarte los jodidos sesos es porque de un modo u otro eres molesto, y conseguir ser molesto en una ciudad como ésta es mucho. A mí no me importaría morir con una bala atravesando mis sienes. Me parece un final justo, llevo toda la vida buscándomelo y si sucede podré llevarlo con honor. Morirse de viejo es mucho peor, la vida te echa a patadas porque simplemente ya no vales ni para seguir respirando. Prefiero que me liquide un hijo de puta, alguien como yo. Morir matando es todo a lo que aspiro. Quizá yo sólo sea alguien que está como una cabra, pero no veo que más que los demás, que creen que el bien o el mal están escritos en las leyes. La justicia y las leyes lo único que han conseguido es establecer un camino por el que los hijos de puta saben que no deben andar. Pero pueden seguir haciendo el hijo de puta tranquilamente, si son lo bastante listos como para esquivar todo el rato ese camino. Si sabes cómo hacerlo, las leyes no son más que escollos a sortear en el camino. Yo no creo en las leyes, no funciono así. Hay cosas que no se deben hacer y gente que las hace. Y como no hay gente en la justicia que castigue a los que las hacen, decidí que lo haría yo. Así de fácil. No me tiembla el pulso por eliminar a alguien que lo único que aporta al mundo es joder la vida a quien no debe. Es más, me gusta, me excita, me siento bien. Pensarás que carezco de moral, que alguien como yo merece morirse de asco en una celda y que debo tener algún trastorno mental, pero si alguien violara a tu hija, disfrutara con su dolor, se excitara oliendo su miedo, se pusiera jodidamente cachondo al ver en sus ojos la seguridad de que va a morir, la descuartizara y después volviera a follársela, ya muerta y a trozos, seguro que te alegrarías muchísimo si alguien se cargara a ese tipo. Ese alguien soy yo. Sólo me dedico a hacer lo que la mayoría de gente desea hacer ante algo así y no puede por su conciencia, su falta de valor o su miedo. Puede que sea un poco psicópata, porque nunca he tenido remordimientos pero también es verdad que nunca he apretado un gatillo con la sangre caliente. Cuando lo hago, sé que no hay ningún tipo de duda de que sea esa persona la que lo merece, me informo muy bien. No es el odio lo que me mueve, si no más bien una especie de empatía. Cuando alguien se dedica a joder tanto, a ser un auténtico cabrón, lo hace porque desea morir, porque no es capaz de disfrutar de lo que se le he dado. Yo sólo los libero, los libero del odio que les mueve, del asco que se tienen, de su vida que no quieren. En la mayoría de ellos veo un eterno agradecimiento en su mirada, justo un instante después de que sepan, con total certeza, que ese momento es el último de todos. Sé que lo desean. También está la parte religiosa. Mi ofrenda a la Santa Muerte. En cierto modo trabajo para ella, hago el trabajo sucio, el equivalente a hacer las putas fotocopias o llevar cafés al jefe.
Termino mi bebida y salgo a la puerta de la cantina. Veo las luces de El Paso e inhalo el olor tan característico de esta ciudad. Siempre me ha gustado conocer mis límites, y la frontera que tengo justo en frente es uno de ellos, aunque sólo sea geográfico. No la he cruzado nunca y no creo que lo haga. El país del otro lado, la jaula de oro, no me interesa demasiado, al menos de momento. Prefiero los sitios donde, como en esta ciudad, es fácil mantenerse en la sombra, es fácil hacer lo que te da la puta gana si sabes montártelo bien.
Tengo un cadáver hediondo en mi maletero. Esta parte es la que menos me gusta. Deshacerse de cadáveres siempre ha sido un problema. Es la inevitable parte mala de todas las cosas buenas. El ying y el yang. El reverso tenebroso. El precio. Pero lo acepto. La mayoría de gente acepta un trabajo que odia, una pareja a la que acaba por no soportar y una vida que no le gusta. Comparándolo con eso, casi me parece divertido lo que tengo que hacer a continuación. Como todos los asesinos del mundo, yo también pensé en comprar un par de cerdos que hicieran todo el trabajo. Todos lo pensamos después de ver  Snatch. Lo que pasa es que cuando en una ciudad empieza a desaparecer gente, tener un cerdo enorme no es precisamente discreto, y el secreto de esto, de mi trabajo, es ser invisible, sigiloso como una sombra, translúcido y con la apariencia más gris posible. Deslizarse grácilmente entre la normalidad de los demás, mostrar una vida todo lo vulgar posible y nunca jamás levantar la vista del suelo más de lo necesario. Que nadie sea capaz de decir si estuviste o no en ningún sitio, esa es la clave.
Hace un calor sofocante, así que tengo que darme prisa antes de que mi coche empiece a apestar. Salgo a la calle, me meto en él y arranco. Doy las cuarenta y cinco vueltas de rigor sin demasiado sentido por toda la ciudad antes de dirigirme a mi destino. No me gustaría que nadie demasiado aburrido se dedicara a observar mi ruta. A las afueras, al sur, hay unas fábricas abandonadas en las que nadie, excepto yo, ha puesto un pie en años. Tan sólo tengo que llegar, esperar a que oscurezca, meter el cadáver dentro de la fábrica, llevarlo hasta la bañera, trocearlo, esperar a que se desangren los trozos y luego meterlos en la trituradora que he llevado hasta allí para ese fin, darle al botón de encendido y ver cómo se convierte en una especie de pasta repugnante que después mezclo con agua hasta que consigo que se quede totalmente líquido. Después  meto aquello en una garrafa y lo vacío en cualquier alcantarilla, menos un litro, que suelo conservar, no sé muy bien por qué. Como trofeo, supongo. He leído por ahí que es lo que hacemos los psicópatas, y quién cojones soy yo para cuestionar al psiquiatra que haya escrito eso. Es sumamente asqueroso, pero a la vez, el proceso de convertir a alguien en líquido no deja de tener su gracia. Jamás esperarías transportar a nadie metido en una garrafa ¿verdad? Lo cierto es que yo tampoco, that’s life.
Tras treinta y ocho minutos de reloj llego a mi destino. Bajo del coche y me dispongo a esperar los aproximadamente cincuenta y dos más que quedan para que el sol se largue. Suelo tumbarme en el suelo, liarme un cigarro y mirar el cielo. Me encanta ver las nubes. Justo aquella parece un osito de peluche, de los que tenía en la infancia. Solía dormir abrazando a uno de ellos. Le hablaba, le contaba mis problemas. Y jamás tuve ninguna duda de que me escuchaba, de que tenía un alma. ¿Cómo no iba a tenerla?
El sol se pone y es el momento. No he visto nada raro en este rato así que no hay ningún puto problema. Saco al notas del maletero, lo arrastro hasta el interior de la fábrica y lo tiro al suelo mientras me aparto para vomitar. Sólo un poco. Bilis básicamente. Este hijo de puta huele como si ya estuviera podrido desde mucho antes de que lo matara. Qué asco por favor. La naturaleza debería empezar su proceso de descomposición tras un periodo de cortesía, no sé, ¿Qué tal un par de días?  Respiro hondo y vuelvo a la carga. Pesa muchísimo, podría trocearlo allí mismo y llevarlo por partes, pero no quiero ensuciar nada. Así que sigo arrastrándolo. Paro. Me fumo un cigarro que no ayuda en nada a mis hiperactivados pulmones. Prosigo. Llego al cuarto de baño de la fábrica. No sé qué clase de empresario puso una bañera tan grande como aquella en una fábrica, pero se lo agradezco cada día. Saco el hacha que guardo en el viejo armario del sucio cuarto de baño. Troceo a este hijo de puta. Lo del olor sólo va a peor. Jamás me acostumbraré al olor. Por lo demás, trocear un cadáver, como cualquier otra actividad que se realice con cierta frecuencia, puede llegar a ser sorprendentemente monótono y aburrido. Yo he creado mi propia rutina. Siempre exactamente igual. Así estoy tan pendiente de hacerlo obsesivamente perfecto que se me olvida lo que estoy haciendo. Primero la pierna izquierda. Luego la derecha. Luego cada pierna por la mitad, justo debajo de la rodilla. Después el brazo izquierdo. Luego el derecho. Después separo las manos. No sé muy bien por qué, pero me gusta hacerlo así. Y por último, la cabeza, justo debajo de la barbilla. Me resulta gracioso dejar el cuello pegado al tronco. Es grotesco. Grotesco, claro está, dentro de lo grotesco que es de por sí todo esto. Abro el grifo, lavo cada parte, la agito, intento asegurarme de que caiga toda la sangre posible. Si queda demasiada, el líquido final queda demasiado rojo y llama más la atención. Si consigo que caiga  casi toda, en cambio queda de un color bastante poco llamativo, como una sopa o algo así.
Una vez he terminado el proceso de desangrar las partes, las llevo a la trituradora. No me costó mucho conseguirla en ebay. Es como la que usarías para hacerte un batido, pero bastante más grande. Aún así, tengo que ir por partes. En total, unos cuarenta y seis minutos hasta que tengo la garrafa gigante y mi botella de litro llenas. Friego la bañera y la trituradora. Meto la garrafa en el maletero y me monto en el coche. A cinco minutos hay una alcantarilla bastante discreta. Arranco. Noto un golpe en la parte trasera. Se me sale el puto corazón por la boca. Me giro y veo a un tío apoyado en él, gritando “Oye tía, perdona”. No me jodas. Qué mala suerte. El tipo parece apurado, tiene cara de susto y además es bastante atractivo. Tardo unos larguísimos treinta y tres segundos en decidir que lo más discreto es comportarme como lo haría alguien que no llevara en su coche un cadáver triturado. Él sigue mirándome mientras intenta respirar con normalidad. Bajo la ventana del coche y le pregunto qué le pasa. Se acerca cojeando. Estaba haciendo deporte, suele salir a correr por esta zona, es muy tranquila y tiene encanto. Le han robado todo y le han dado una paliza. No puede volver andando y no puede llamar a nadie. Se pregunta si yo podría acercarle a su casa. La verdad es que odio alterar mis planes, pero joder, es una putada. Es muy mono. Y sería una terrible falta de humanidad dejarlo allí herido y sin modo de volver a su casa. Al fin y al cabo, tampoco tiene por qué pasar nada, ya sería casualidad que la policía decidiera pararme y mirar en mi maletero, y en el caso de que lo hiciera, sospechar algo por una garrafa. Así que le abro la puerta del copiloto y le hago un gesto para que suba. Lo cierto es que está buenísimo, y la expresión de pena no ayuda en nada a que mi libido se tranquilice. Es muy sexy y lo que siento es realmente animal. Me da las gracias, me dice que lleva tres horas dando vueltas sin encontrar a nadie y con la pierna muy dolorida, cree que tiene algo roto. Malditos cabrones, menos mal que queda gente buena en el mundo, como yo. De repente se queda mirando fijamente mi botella de litro, puesta justo en el cenicero del coche, en el salpicadero. Pregunta qué es con cierta ansiedad. Le respondo que, bueno, es una sopa. Me cuenta que lleva cuatro horas sin beber ni comer nada y se pregunta si puede probarla, sólo un poco. Me cago en la puta. No me puede estar pasando esto. No. Le digo que en realidad está malísima, que me ha salido fatal y que de hecho la he metido en la botella para dársela a algún perrito abandonado, porque es incomible, que no se lo recomiendo, mejor le llevo a algún sitio a comprar comida. Me dice que él es el perrito abandonado mientras se ríe. Yo me río también, pero es una risa histérica. Qué jodido desastre. Veo a cámara lenta todo el proceso. Cómo su mano se alarga hacia la botella, la destapa, la lleva a su boca y se la bebe con todas las ganas. No recuerdo haber visto a nadie, de hecho, beber con tantas ganas. Bebe con tanta ansiedad que el líquido se le derrama por las comisuras, manchando su boca, su barbilla y su cuello, deslizándose por dentro de su camiseta. Por lo que veo, han quedado algunos grumos, tengo que triturar mejor. Se lo bebe entero. Cuando termina asegura que estaba buenísimo, que hacía años que no probaba nada tan bueno, o que a lo mejor era por el hambre que tenía, que nunca lo sabremos. Sonríe y me dice que menos mal que me ha encontrado. Me mira de nuevo con la cara de pena. Qué jodidamente guapo es. Y entonces sucede, se acerca, poco a poco, aún con los restos del tipo al que le he volado la puta cabeza goteando de su boca y manchando su cara.
Les beso, a los dos.






Fotógrafa: Loba Image
Modelo: Nuria Rosales

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