Por Monty Peiró
Gimme back my bullets
Put ‘em back where they belong
Ain’t foolin’ around ’cause I done had my fun
Ain’t gonna see no more damage done
Gimme back my bullets
Put ‘em back where they belong
Ain’t foolin’ around ’cause I done had my fun
Ain’t gonna see no more damage done
Gimme back my bullets
Gimme Back My Bullets. Lynyrd Skynyrd
Tengo
la garganta llena de polvo. Pido un mezcal que lo arrastre a su paso, junto a
la sed y el último y momentáneo recuerdo de la mirada del tipo al que acabo de
volarle la puta cabeza. Así funciona normalmente: Primero les disparo y luego
lavo mis recuerdos con mezcal. Me lo bebo a la salud del difunto, de manera que
al brindarle esa especie de homenaje, en mi cabeza dignifico su muerte y me
parece tan válida como cualquier otra o incluso mejor. Casi siento orgullo de
darle a alguien una muerte auténtica. Si alguien decide volarte los jodidos
sesos es porque de un modo u otro eres molesto, y conseguir ser molesto en una
ciudad como ésta es mucho. A mí no me importaría morir con una bala atravesando
mis sienes. Me parece un final justo, llevo toda la vida buscándomelo y si sucede
podré llevarlo con honor. Morirse de viejo es mucho peor, la vida te echa a
patadas porque simplemente ya no vales ni para seguir respirando. Prefiero que
me liquide un hijo de puta, alguien como yo. Morir matando es todo a lo que
aspiro. Quizá yo sólo sea alguien que está como una cabra, pero no veo que más
que los demás, que creen que el bien o el mal están escritos en las leyes. La
justicia y las leyes lo único que han conseguido es establecer un camino por el
que los hijos de puta saben que no deben andar. Pero pueden seguir haciendo el
hijo de puta tranquilamente, si son lo bastante listos como para esquivar todo
el rato ese camino. Si sabes cómo hacerlo, las leyes no son más que escollos a
sortear en el camino. Yo no creo en las leyes, no funciono así. Hay cosas que
no se deben hacer y gente que las hace. Y como no hay gente en la justicia que
castigue a los que las hacen, decidí que lo haría yo. Así de fácil. No me
tiembla el pulso por eliminar a alguien que lo único que aporta al mundo es
joder la vida a quien no debe. Es más, me gusta, me excita, me siento bien.
Pensarás que carezco de moral, que alguien como yo merece morirse de asco en
una celda y que debo tener algún trastorno mental, pero si alguien violara a tu
hija, disfrutara con su dolor, se excitara oliendo su miedo, se pusiera
jodidamente cachondo al ver en sus ojos la seguridad de que va a morir, la
descuartizara y después volviera a follársela, ya muerta y a trozos, seguro que
te alegrarías muchísimo si alguien se cargara a ese tipo. Ese alguien soy yo.
Sólo me dedico a hacer lo que la mayoría de gente desea hacer ante algo así y
no puede por su conciencia, su falta de valor o su miedo. Puede que sea un poco
psicópata, porque nunca he tenido remordimientos pero también es verdad que nunca
he apretado un gatillo con la sangre caliente. Cuando lo hago, sé que no hay
ningún tipo de duda de que sea esa persona la que lo merece, me informo muy
bien. No es el odio lo que me mueve, si no más bien una especie de empatía.
Cuando alguien se dedica a joder tanto, a ser un auténtico cabrón, lo hace
porque desea morir, porque no es capaz de disfrutar de lo que se le he dado. Yo
sólo los libero, los libero del odio que les mueve, del asco que se tienen, de
su vida que no quieren. En la mayoría de ellos veo un eterno agradecimiento en
su mirada, justo un instante después de que sepan, con total certeza, que ese
momento es el último de todos. Sé que lo desean. También está la parte
religiosa. Mi ofrenda a la Santa Muerte. En cierto modo trabajo para ella, hago
el trabajo sucio, el equivalente a hacer las putas fotocopias o llevar cafés al
jefe.
Termino
mi bebida y salgo a la puerta de la cantina. Veo las luces de El Paso e
inhalo el olor tan característico de esta ciudad. Siempre me ha gustado conocer
mis límites, y la frontera que tengo justo en frente es uno de ellos, aunque
sólo sea geográfico. No la he cruzado nunca y no creo que lo haga. El país del
otro lado, la jaula de oro, no me interesa demasiado, al menos de momento.
Prefiero los sitios donde, como en esta ciudad, es fácil mantenerse en la
sombra, es fácil hacer lo que te da la puta gana si sabes montártelo bien.
Tengo
un cadáver hediondo en mi maletero. Esta parte es la que menos me gusta.
Deshacerse de cadáveres siempre ha sido un problema. Es la inevitable parte
mala de todas las cosas buenas. El ying y el yang. El reverso tenebroso. El
precio. Pero lo acepto. La mayoría de gente acepta un trabajo que odia, una
pareja a la que acaba por no soportar y una vida que no le gusta. Comparándolo
con eso, casi me parece divertido lo que tengo que hacer a continuación. Como
todos los asesinos del mundo, yo también pensé en comprar un par de cerdos que
hicieran todo el trabajo. Todos lo pensamos después de ver Snatch.
Lo que pasa es que cuando en una ciudad empieza a desaparecer gente, tener un
cerdo enorme no es precisamente discreto, y el secreto de esto, de mi trabajo,
es ser invisible, sigiloso como una sombra, translúcido y con la
apariencia más gris posible. Deslizarse grácilmente entre la normalidad de los
demás, mostrar una vida todo lo vulgar posible y nunca jamás levantar la vista
del suelo más de lo necesario. Que nadie sea capaz de decir si estuviste o no
en ningún sitio, esa es la clave.
Hace un
calor sofocante, así que tengo que darme prisa antes de que mi coche empiece a
apestar. Salgo a la calle, me meto en él y arranco. Doy las cuarenta y cinco
vueltas de rigor sin demasiado sentido por toda la ciudad antes de dirigirme a
mi destino. No me gustaría que nadie demasiado aburrido se dedicara a observar
mi ruta. A las afueras, al sur, hay unas fábricas abandonadas en las que nadie,
excepto yo, ha puesto un pie en años. Tan sólo tengo que llegar, esperar a que
oscurezca, meter el cadáver dentro de la fábrica, llevarlo hasta la bañera,
trocearlo, esperar a que se desangren los trozos y luego meterlos en la
trituradora que he llevado hasta allí para ese fin, darle al botón de encendido
y ver cómo se convierte en una especie de pasta repugnante que después mezclo
con agua hasta que consigo que se quede totalmente líquido. Después meto
aquello en una garrafa y lo vacío en cualquier alcantarilla, menos un litro,
que suelo conservar, no sé muy bien por qué. Como trofeo, supongo. He leído por
ahí que es lo que hacemos los psicópatas, y quién cojones soy yo para
cuestionar al psiquiatra que haya escrito eso. Es sumamente asqueroso, pero a
la vez, el proceso de convertir a alguien en líquido no deja de tener su
gracia. Jamás esperarías transportar a nadie metido en una garrafa ¿verdad? Lo
cierto es que yo tampoco, that’s life.
Tras
treinta y ocho minutos de reloj llego a mi destino. Bajo del coche y me
dispongo a esperar los aproximadamente cincuenta y dos más que quedan para que
el sol se largue. Suelo tumbarme en el suelo, liarme un cigarro y mirar el
cielo. Me encanta ver las nubes. Justo aquella parece un osito de peluche, de
los que tenía en la infancia. Solía dormir abrazando a uno de ellos. Le
hablaba, le contaba mis problemas. Y jamás tuve ninguna duda de que me
escuchaba, de que tenía un alma. ¿Cómo no iba a tenerla?
El sol
se pone y es el momento. No he visto nada raro en este rato así que no hay
ningún puto problema. Saco al notas del maletero, lo arrastro hasta el interior
de la fábrica y lo tiro al suelo mientras me aparto para vomitar. Sólo un poco.
Bilis básicamente. Este hijo de puta huele como si ya estuviera podrido desde
mucho antes de que lo matara. Qué asco por favor. La naturaleza debería empezar
su proceso de descomposición tras un periodo de cortesía, no sé, ¿Qué tal un
par de días? Respiro hondo y vuelvo a la carga. Pesa muchísimo, podría
trocearlo allí mismo y llevarlo por partes, pero no quiero ensuciar nada. Así
que sigo arrastrándolo. Paro. Me fumo un cigarro que no ayuda en nada a mis
hiperactivados pulmones. Prosigo. Llego al cuarto de baño de la fábrica. No sé
qué clase de empresario puso una bañera tan grande como aquella en una fábrica,
pero se lo agradezco cada día. Saco el hacha que guardo en el viejo armario del
sucio cuarto de baño. Troceo a este hijo de puta. Lo del olor sólo va a peor.
Jamás me acostumbraré al olor. Por lo demás, trocear un cadáver, como cualquier
otra actividad que se realice con cierta frecuencia, puede llegar a ser
sorprendentemente monótono y aburrido. Yo he creado mi propia rutina. Siempre
exactamente igual. Así estoy tan pendiente de hacerlo obsesivamente perfecto
que se me olvida lo que estoy haciendo. Primero la pierna izquierda. Luego la
derecha. Luego cada pierna por la mitad, justo debajo de la rodilla. Después el
brazo izquierdo. Luego el derecho. Después separo las manos. No sé muy bien por
qué, pero me gusta hacerlo así. Y por último, la cabeza, justo debajo de la
barbilla. Me resulta gracioso dejar el cuello pegado al tronco. Es grotesco.
Grotesco, claro está, dentro de lo grotesco que es de por sí todo esto. Abro el
grifo, lavo cada parte, la agito, intento asegurarme de que caiga toda la
sangre posible. Si queda demasiada, el líquido final queda demasiado rojo y
llama más la atención. Si consigo que caiga casi toda, en cambio queda de
un color bastante poco llamativo, como una sopa o algo así.
Una vez
he terminado el proceso de desangrar las partes, las llevo a la trituradora. No
me costó mucho conseguirla en ebay. Es como la que usarías para
hacerte un batido, pero bastante más grande. Aún así, tengo que ir por partes.
En total, unos cuarenta y seis minutos hasta que tengo la garrafa gigante y mi
botella de litro llenas. Friego la bañera y la trituradora. Meto la garrafa en
el maletero y me monto en el coche. A cinco minutos hay una alcantarilla bastante
discreta. Arranco. Noto un golpe en la parte trasera. Se me sale el puto
corazón por la boca. Me giro y veo a un tío apoyado en él, gritando “Oye tía,
perdona”. No me jodas. Qué mala suerte. El tipo parece apurado, tiene cara de
susto y además es bastante atractivo. Tardo unos larguísimos treinta y tres
segundos en decidir que lo más discreto es comportarme como lo haría alguien
que no llevara en su coche un cadáver triturado. Él sigue mirándome mientras
intenta respirar con normalidad. Bajo la ventana del coche y le pregunto qué le
pasa. Se acerca cojeando. Estaba haciendo deporte, suele salir a correr por
esta zona, es muy tranquila y tiene encanto. Le han robado todo y le han dado
una paliza. No puede volver andando y no puede llamar a nadie. Se pregunta si
yo podría acercarle a su casa. La verdad es que odio alterar mis planes, pero
joder, es una putada. Es muy mono. Y sería una terrible falta de humanidad
dejarlo allí herido y sin modo de volver a su casa. Al fin y al cabo, tampoco
tiene por qué pasar nada, ya sería casualidad que la policía decidiera pararme
y mirar en mi maletero, y en el caso de que lo hiciera, sospechar algo por una
garrafa. Así que le abro la puerta del copiloto y le hago un gesto para que
suba. Lo cierto es que está buenísimo, y la expresión de pena no ayuda en nada
a que mi libido se tranquilice. Es muy sexy y lo que siento es realmente
animal. Me da las gracias, me dice que lleva tres horas dando vueltas sin
encontrar a nadie y con la pierna muy dolorida, cree que tiene algo roto.
Malditos cabrones, menos mal que queda gente buena en el mundo, como yo. De
repente se queda mirando fijamente mi botella de litro, puesta justo en el
cenicero del coche, en el salpicadero. Pregunta qué es con cierta ansiedad. Le
respondo que, bueno, es una sopa. Me cuenta que lleva cuatro horas sin beber ni
comer nada y se pregunta si puede probarla, sólo un poco. Me cago en la puta.
No me puede estar pasando esto. No. Le digo que en realidad está malísima, que
me ha salido fatal y que de hecho la he metido en la botella para dársela a
algún perrito abandonado, porque es incomible, que no se lo recomiendo, mejor
le llevo a algún sitio a comprar comida. Me dice que él es el perrito
abandonado mientras se ríe. Yo me río también, pero es una risa histérica. Qué
jodido desastre. Veo a cámara lenta todo el proceso. Cómo su mano se alarga
hacia la botella, la destapa, la lleva a su boca y se la bebe con todas las
ganas. No recuerdo haber visto a nadie, de hecho, beber con tantas ganas. Bebe
con tanta ansiedad que el líquido se le derrama por las comisuras, manchando su
boca, su barbilla y su cuello, deslizándose por dentro de su camiseta. Por lo
que veo, han quedado algunos grumos, tengo que triturar mejor. Se lo bebe
entero. Cuando termina asegura que estaba buenísimo, que hacía años que no
probaba nada tan bueno, o que a lo mejor era por el hambre que tenía, que nunca
lo sabremos. Sonríe y me dice que menos mal que me ha encontrado. Me mira de
nuevo con la cara de pena. Qué jodidamente guapo es. Y entonces sucede, se
acerca, poco a poco, aún con los restos del tipo al que le he volado la puta
cabeza goteando de su boca y manchando su cara.
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