Por Alex Moure
Observa la ciudad dormida tras
el cristal de su ventana. Un desierto de antenas y almas solitarias. Abajo, el
asfalto brilla con los restos de la última tormenta y una sirena rasga la
noche. Dos gotas compiten en una alocada carrera por llegar al alféizar. Su
corazón galopa por efecto del último tiro. Los frenos de un tren chirrían al
llegar a la parada que tiene justo debajo. El tiempo parece detenerse un
instante . Inspira sonoramente por la nariz. Nota como los cristales de la
cocaína llegan a su garganta. Cierra los ojos. No logra entenderlo. No hace
mucho tiempo, a estas horas, habría estado durmiendo junto a ella. Esperando
que la noche dejara paso al implacable amanecer. Aguardando el inicio de una
nueva jornada. Una nueva y agotadora carrera hacia el poder y la abundancia.
Interminables días pasados en la oficina con el único objetivo de aumentar sus
posesiones. Y todo por ella. Su sol salía y se ocultaba con ella. Vivía por
ella. Habría sido capaz de morir por ella. Ya no.
Abajo en la calle, un taxi se
salta la luz roja del cruce. Su corazón desbocado bombea sangre a marchas
forzadas. Puede sentir su propia excitación. Y como cada puto día, su mente
vuelve a revivir el momento. No hay nada que pueda hacer por evitarlo.
Aquella noche, llegaba tarde a
cenar, como casi siempre. Pero no vio la mesa preparada. No había cena
enfriándose en la encimera. De hecho no había nada fuera de sitio. Observó el
imponente apartamento. Estaba impoluto. Sin rastro de vida. Hacía horas que
nadie deambulaba por allí. Pensó en gritar su nombre. Pero sabía que era
inútil. Notaba perfectamente su ausencia. Entró en el dormitorio y lo vio.
Encima de la cama, una hoja de papel. La muy puta se había largado y ni
siquiera se lo decía a la cara. Por mucho que le doliera, debía reconocer que
era algo que siempre se había temido. En realidad, nadie podría haber previsto
que un tipo como él pudiera terminar con una mujer como aquélla. Ni siquiera él
mismo. Sin embargo se quedó enganchado en cuanto se la presentaron en aquella
cena. Ella, evidentemente no le hizo ni puto caso. Pero estaba decidido. Sólo
era cuestión de hallar su punto débil. Todo el mundo tiene uno. Él descubrió el
de ella a través de un amigo común. Se enteró de que le gustaba lo que a
muchas. Los coches caros, las carteras abultadas, la cocina de autor, los
lugares exclusivos, los zapatos con precios de tres cifras, ropa que sólo
venden en lugares donde te reciben con champán y te atienden a puerta cerrada y
los cócteles cuyo nombre sólo conocían los mejores barman de la ciudad. Y él
cumplía todos los requisitos. Comenzó a recogerla en su Ferrari y a llevarla a
lugares en los que se saltaban interminables colas. Los mejores restaurantes y
por supuesto el mejor champán y la mejor ala de mosca colombiana. No hicieron
falta muchos gramos para que se trasladara a su apartamento “full time”. Él
tenía perfectamente claro que ella no lo quería. Las mujeres cómo aquella nunca
amaban a nadie. Pero a él le daba igual. Así de patético era. Para él era
perfecta. Una puta en la cama y una señora en las cenas de la empresa. Que ella
sólo amara la tarjeta de crédito que él le había proporcionado le traía sin
cuidado. Como tampoco le importaba que la usara sin medida. Podía permitírselo.
Eso y más. Sin duda podía permitirse una mujer como aquella.
Casi un año después, mientras
observa la noche desde la ventana de su asqueroso apartamento, no lo tiene tan
claro. Quizás, realmente no podía permitirse una mujer como ella. O tal
vez, la solvencia no tuvo nada que ver. Simplemente decidió que
necesitaba a alguien igual de rico, pero menos patético. A fin de cuentas, él
siempre se sintió, en cierto modo inferior. Puede que ella siempre hubiera sido
demasiada mujer para un imbécil como él. Y para qué engañarse, el mundo está
lleno de tipos con Ferrari, tarjeta platino y trajes de Armani. Y ella era un
polvo demasiado bueno para que nadie lo dejara pasar.
Ahora se daba cuenta, de que por
mucho que siempre se hubiera
temido el final, nunca fue realmente consciente del daño que podía hacerle.
Aquel día su mundo se detuvo. El suelo que lo sustentaba se abrió y se
precipitó sin freno hacia el abismo. Empezó a faltar al trabajo. Alargaba los
fines de semana y los lunes no pasaba por la oficina. Poco después empezó a
alargarlo al martes, y al miércoles…al final trabajaba menos días de los que
faltaba. Gracias a su posición en la empresa como vendedor número uno, sus
superiores tuvieron bastante manga ancha. Pero claro, sus reiteradas ausencias
hicieron que sus números cayeran en picado. Por lo que, apenas tres meses
después de que ella se fuera, se vio en el despacho del director. Sin trabajo y
al ritmo que se estaba esnifando sus ahorros, era imposible que pudiera
continuar con su imponente tren de vida. Empezó a vender cosas. Al principio
pequeños objetos cotidianos a los que ya no les encontraba utilidad. En poco
tiempo se vio sin su televisor Loewe, sin su equipo Bang&Olufsen, sin su
Pattek Philippe. No tardó mucho tiempo en vender el Ferrari y cuando se vio
incapaz de pagar la hipoteca de 4000 pavos, también tuvo que vender su
impresionante apartamento en la mejor zona de la ciudad. A veces, recordando,
le resultaba increíble todo lo que había ido entrando por su nariz.
Con lo que le sobró de la venta
del piso después de apañar cuentas con el banco, se compró el asqueroso y
deprimente cuchitril desde el que ahora observa el mundo. Es una estancia única
de apenas 30 metros cuadrados. Las paredes están necesitadas desde hace tiempo
de una mano de pintura. La cama, el sofá y la cocina comparten el mismo espacio
sin orden ni concierto. A la derecha del espacio que hace de cocina hay una
puerta que da al minúsculo baño. Una maltrecha y barata estantería, donde
descansa un mini equipo de música de dudosa calidad y algunos libros y discos
compactos, y una anodina mesa de centro entre la estantería y el sofá,
completan el escaso mobiliario. El suelo está cubierto de revistas y restos de
envoltorios de comida. La limpieza no es, ni de lejos, una de sus
preocupaciones en estos momentos. Lo que le gustó del minúsculo apartamento
fueron tres cosas: era un último piso, un enorme ventanal batiente, de tipo
industrial, ocupaba la práctica totalidad de una de las paredes y la más
importante, podía pagarlo.
En la calle una furgoneta de
reparto se detiene en el semáforo en rojo de un cruce desierto. Desde su
posición puede ver como el conductor aprovecha el tiempo para liarse un canuto.
La luz cambia a verde mientras el conductor se lleva el porro a los labios con
la mano derecha y lame el adhesivo del papel de izquierda a derecha. Lo sacude
para prensarlo, quema con el mechero el papel sobrante. Lo observa un instante,
como si estuviera orgulloso de su obra, luego se lo pone entre los labios, lo
enciende y arranca justo cuando el semáforo cambia de nuevo a rojo.
Mientras contempla la escena, no
puede evitar sonreír ante la ironía. Es un jodido mundo este en el que vivimos.
Decide que ya es hora para otro puntazo de ese maldito polvo blanco. Se sienta
en el sofá. En el equipo, Tom Petty canta “ me arrastro de nuevo hacia ti”.
Observa la mesa que tiene delante. El polvo blanco se desparrama desde una
bolsa marrón sobre el espejo. Coge la botella de güisqui barato y vierte parte
del contenido en un vaso mugriento. Se lo bebe de un solo trago. Coge su carnet
que está sobre el espejo, y aparta con él un poco de coca. Le da forma con
movimientos precisos, repetidos hasta la saciedad a lo largo de su vida. Agarra
el turulo. Es de plata, recuerdo de otros tiempos. Se inclina sobre la mesa
mientras con la mano derecha se acerca el tubito a la nariz, lo introduce en el
orificio izquierdo a la vez que con el dedo índice presiona el orificio derecho
de su nariz, y con una profunda inspiración, hace desaparecer la raya de la
lisa superficie. Antes de recostarse en el sofá, vierte otro poco de güisqui en
el vaso. Le pega un sorbo corto y el ardiente líquido calma al instante su
garganta. Irritada por el abuso del cristalino polvo. Se prepara otra raya. La
esnifa. Vierte un poco más de güisqui y se deja caer sobre el respaldo vaso en
mano. El arco que su brazo describe cuando se lleva el vaso a la boca, es el
único movimiento que realizará en los próximos minutos. Es curioso, piensa. Al
principio la coca te despeja y te da una energía indescriptible. Empezó a
consumir para soportar las maratonianas sesiones de trabajo y paliar el stress
que le provocaban. Y le iba bien. Le ayudaba a soportar largos días tras
escasas horas de sueño. También le ayudaba en la cama con ella. Y formaba
indefectiblemente parte de su ajetreada vida social. Pero al cabo del tiempo,
empiezas a necesitarla para cualquier cosa. Para todo. Es lo primero que haces
cuando te levantas y lo último que haces antes de meterte en la cama. Y tu vida
acaba convertida en un enorme pasillo de paredes blancas. Y deja de despejarte.
Cuando te metes mucha coca, durante mucho tiempo, se invierten los efectos. En
lugar de darte energía te sumerge en un extraño estado de hipersensibilidad. Y
en ese estado creas tu propio mundo y te encierras en tu burbuja. La paranoia y
las alucinaciones empiezan a formar parte de tu vida. Hasta que llega un
momento en el que no sales de tu casa a no ser que sea estrictamente necesario.
Básicamente cuando te quedas sin cocaína y no encuentras a ningún “dealer” que
quiera traértela a casa. Que es exactamente lo que le sucedió un par de días
atrás. Y el motivo por el que tenía esa enorme bolsa encima de la mesa y
llevaba dos días con el corazón desbocado.
El caso es que al único que
consiguió localizar fue a un mafioso de altos vuelos al que todos conocían como
El Turco. El problema es que al puto Turco no le gusta pasar cantidades
pequeñas. Y él, está empezando a estar realmente corto de dinero. Así que allí
está, en casa del Turco, en su despacho. Sobre la mesa se apilan amontonados paquetes
marrones. Cada uno contiene un kilo de la mejor coca colombiana. Y El Turco
está tratando de convencerle de que se lleve uno de esos paquetes. Y él se está
resistiendo. Le explica que no tiene tanto dinero. Que se apaña con diez
gramos. Pero El Turco insiste. Mejor, le dice. Llévatelo. Ya me lo pagarás
cuando lo vendas. Es muy pura. La puedes cortar bastante. Pero no te pases.
Tengo un nombre que mantener. Él continúa resistiéndose, pero con menos fuerza.
Su doblegada voluntad, no tiene nada que hacer contra sus deseos de meterse un
tiro. Y el paquete que El Turco le pone delante tiene una pinta estupenda. No
seas tonto, le dice el muy cabrón, puedes meterte una mierda de puta madre y de
paso hacer algo de pasta, que me parece que falta te hace. Y su resistencia se
quiebra como una rama secada al sol. Agarra el paquete que tiene delante y sale
de allí cagando leches antes de que pueda arrepentirse. Mientras abre la
puerta, escucha a su espalda la voz del Turco. Y recuerda pimpollo, son 30.000
pavazos lo que me debes, más que nada para que te hagas tus cuentas.
A pesar de lo jodidamente
podrido que tiene el cerebro, tiene bastante claro que acaba de meterse en un
berenjenal de cojones. Cómo coño va a vender tal cantidad de coca es algo que
en ese momento se le escapa. Puede llamar a sus antiguos compañeros. Hace
tiempo que no tiene contacto con ellos. En realidad llevan meses evitándole.
Pero una cosa es soportar al puto perdedor que no supo sobreponerse a una
ruptura, y otra muy distinta soportar al tipo que tiene uno de los mejores
talcos de la ciudad. Pero aun así, después del corte, estaba hablando de cerca
de dos kilos de coca. Y eso son muchos gramos. Quizá sería mejor llamar a
alguno de los “dealers” que solían suministrarle material. Puede que consiguiera
llegar a un acuerdo aceptable con ellos. Ganaría menos dinero, pero se quitaría
antes el marrón de encima. Tal vez debería hacer ambas cosas. Pero la verdad es
que, dos días después no ha hecho ninguna de ellas.
Este pensamiento lo arranca de
su sopor. Observa el paquete sobre la mesa. Se ha debido hacer al menos 30
gramos. Desde que llegó a su apartamento
con el kilo no ha parado de hacerse raya tras raya. Ni siquiera recuerda
haber comido. Y está seguro, de que, a excepción de esporádicas cabezadas en el
sofá, no ha dormido en los últimos dos días. De pronto se agobia. Le entra miedo, está convencido de que
no va a poder vender toda la mierda que tiene ahí delante. El corazón se le
acelera aun más y amenaza con saltarle del pecho. Le entra la paranoia y
empieza a hiperventilar. Deberle semejante cantidad de pasta a alguien como el
Turco es como andar por la vida con una diana en la espalda. Y de pronto su
cerebro tiene un destello de lucidez. Tiene que hacer algo. No puede continuar
así. Encerrado en esa mugrienta habitación, sin ver nunca la luz del sol. Antes
de su visita al Turco llevaba más de un mes sin salir a la calle. Es
impresionante la de cosas que puedes conseguir que te traigan a casa, además de
las obvias, si sabes dónde buscarlas y a quién pedírselas. Pero ahora tiene que
salir. Tiene que ponerse en movimiento cuánto antes. Y no se refiere tan sólo a
la mercancía que le observa desde el espejo. Tiene que hacer algo con su vida.
No puede seguir deslizándose por ese tobogán hecho de nieve. Una vez tomada la
decisión, su corazón se apacigua un poco. Su respiración se vuelve casi normal.
Está decidido, se dice a si mismo, mañana sin falta haré algunas llamadas y
saldré a buscar a algunas personas. Sin falta. Mañana. Vierte en el vaso lo que queda en la
botella y se pinta un par de líneas sobre el espejo.
Cuando abre los ojos, hay
alguien delante de él. Al otro lado de la mesa. Viste vaqueros y jersey de
cuello alto bajo una impecable americana. Todo de color negro. Tiene toda la
pinta de ser uno de los hombres del Turco. Lo observa desde su metro noventa.
Su boca sonríe. Sus ojos no.
-
Viviendo en un barrio como
este ¿ no crees que sería mejor que cerraras la puerta? – no consigue situar su
acento, pero definitivamente no es español.
-
¿Ves algo que alguien quisiera robar?
-
Bueno, ahora mismo veo
30.000 pavos que no te pertenecen encima de la mesa.
-
Eso es verdad. Supongo que
eso responde a la cuestión de quién eres. Lo que no sé , es que cojones haces
aquí.
-
Mira, “pimpollo”, haz un
esfuerzo por no ponerte demasiado chulo si no quieres que te reviente la cara.
Estoy aquí porque El Turco quería saber por qué no habías dado aun señales de
vida. Pero creo – dijo mirando la coca desparramada sobre el espejo – que ya
lo tengo claro.
-
Bueno, a qué tanta
prisa…¿acaso no se fía de mi? Sólo estaba disfrutándola un poco antes de
meterme en faena.
-
A juzgar por tu aspecto lo
que tú llamas un poco deben ser veinte gramos. Y no, evidentemente no se fía de
ti. Pero, ¿tú te has visto? Tío estás hecho un asco. Tienes que controlar
hombre. Esa coca colombiana es prácticamente pura. Acabará por hacerte estallar
el corazón si no te cortas un poco.
-
Eso es problema mío ¿no?
-
Pues en realidad, no. Hasta
que no pagues lo que debes es mi
problema. Y no me gustan los problemas. Además si sigues metiéndotela a esa
velocidad, no te va a quedar nada qué vender. O lo que es peor, la vas a tener
que cortar tanto que va a ser una puta basura. Y el Turco tiene una reputación
que mantener. Ya te lo dijo. Así que lo mejor que puedes hacer es ponerte en
marcha y empezar a largar papelas como un poseso.
-
No te preocupes, en cuanto
te vayas hago un par de llamadas y lo soluciono. – el tipo se queda mirándolo
un momento. En silencio. Mira al desparrame que ocupa la mesa y luego lo mira
de nuevo-
-
Ya, son las cuatro de la
mañana, pero si tú lo dices…bueno mira, “pimpollo”, El Turco me ha dicho que te
conceda un día más. Así que mañana te levantas y empiezas a hacer gestiones y
el lunes te pasas por allí y traes el dinero. La verdad es que debes caerle
bien al jefe. Me ha dicho que no hace falta que lo traigas todo, pero si al
menos la mitad. De esa forma seguirá confiando en ti. Yo, por mi parte, creo
que es una absoluta pérdida de tiempo y que sólo va a servir para alargar lo
inevitable. Si de mi dependiera, te dejaba frito aquí mismo, pero tienes
suerte. Yo no soy el jefe.
Se le queda mirando un momento
más. Sólo unos segundos. Entonces, sacude la cabeza mientras se acerca a la
puerta. La abre y se gira.
-
Recuerda, “julandrón”, te
espero el lunes. 15.000 pavos. A más ver.
Y cierra la puerta, dejándolo de
nuevo a solas con sus pensamientos y su montaña de nieve. Debería estar
preocupado. Asustado incluso. Pero la coca mantiene su cerebro atontado. En
estos momentos es incapaz de detectar una señal de peligro aunque le esté
atravesando la cabeza. Agarra la botella y la vuelca sobre el vaso. Pero no cae
nada. La tira contra la pared que tiene delante donde se hace añicos que se
esparcen por el suelo, como piezas de un puzle. Retazos de una vida
descompuesta en líneas blancas y líquido ámbar. ¡Mierda! Exclama a una
habitación desierta. Se levanta. Rodea el sofá y se acerca a la cocina. Abre el
armario que hay sobre la nevera y saca otra botella de güisqui barato. Pero
cuando ya la tiene en la mano, se queda observando otra botella. Está a la
derecha. Al fondo del armario. Es una botella de Mcallan 30 años. Lleva allí
más de un año. Esperando. Por si las cosas volvían a ser como antes. Deja la
botella del puto segoviano y agarra la de añejo escocés. Qué cojones. Intuye
que no va a tener muchas más oportunidades de beberse un buen güisqui. De
hecho, empieza a ser consciente de que puede que no tenga muchas oportunidades
de beber nada. Se sienta de nuevo en el sofá con la botella en la mano. Llena
el vaso hasta el borde, lo alza y después de brindar con la estantería lo
engulle de un solo trago. ¡ Joder! Piensa en cuanto el líquido se deposita en
su estómago. Hubo en tiempo en el que se preocupaba y le interesaba conocer y
probar los distintos tipos de güisqui. Pero ya no. Ahora sólo le importaba que
fuera líquido. Nada más. Pero coño, no le queda más remedio que aceptar, que ,
a pesar del tiempo transcurrido y lo dañado que su sentido del gusto debe andar
últimamente, esto es otra cosa. Se recrea en contundente sabor a roble, en su
cristalino color dorado, en su aroma afrutado. Hace tiempo que no percibe esas
notas en una bebida. Le parece casi imposible que pueda incluso evocarle
recuerdos. Sin embargo, allí estan, a pesar de todo. Para celebrarlo decide
tomarse otro vasito y acompañarlo de dos tiros de considerables proporciones.
Después se pondrá a preparar las papelinas.
Cuando la segunda raya le cae
por la garganta, tiene otro momento de lucidez. Éste le hace sonreír, aunque,
realmente la situación no tiene gracia en absoluto. Acaba de caer en la cuenta
que no tiene nada para hacer el trabajo. No tiene bolsas de papel vegetal, no
tiene nada para cortar el polvo y lo que es aún peor, no tiene nada con qué
pesarla. El pánico, que debió golpearle el cerebro hace ya un buen rato, hace
por fin acto de presencia y le atenaza el estómago. Ahora piensa en los dos
días que lleva encerrado y ajeno al mundo. Si al menos hubiera empleado parte
de uno de ellos en agenciarse las cosas que necesitaba. Pero no, lo único que
quería cuando salió de ver al Turco era encerrarse en casa a meterse rayas.
¿Pero en qué coño pensaba? ¿Cómo se había convertido en alguien tan mierda? O
siempre había sido así y simplemente, la vida, no lo había llevado nunca por un
camino tan jodido. Un sudor frío, efecto de la coca, le bañaba la frente. Su
corazón latía a un ritmo frenético. Su mente se afanaba en encontrar
respuestas, soluciones al problema en un laberinto de inviernos y nieves
perpetuas. Pensó en devolverle al Turco lo que le quedaba de la mercancía. Le
pagaría lo que pudiera y le iría pagando poco a poco. Claro, por qué no. Seguro
que no le importaba. Te acercas a un tipo que está esperando que le lleves
30.000 pavos. Sabes que lleva un arma y que no le importa usarla. Y no sólo no
le pagas los 30 grandes, sino que no le pagas lo que falta de la mercancía, que
tan alegremente te has metido por la tocha. Un plan perfecto, piensa mientras
apura el contenido del vaso. Igual le daría quedarse sentado esperando. No
puede ser. Tiene que vender la coca como sea. No falta mucho para que amanezca.
En pocas horas puede salir a buscar lo necesario. No le llevará mucho tiempo
conseguir lo que necesita. Luego solo tiene que volver a casa y prepararlo todo
mientras empieza a hacer llamadas. Claro, seguro que lo consigue. La euforia lo
tiñe todo de rosa. Se prepara otra raya y se levanta a correr las cortinas. El
sol empieza a asomar por el horizonte. Pone otro compacto en el equipo.
Descanso un rato en el sofá y me pongo en marcha, piensa mientras deja el tubo
de plata sobre la mesa y se sirve un par de dedos de Mcallan.
Abre los ojos a una habitación
demasiado oscura. Se siente un poco abotargado. El disco que puso antes de
sentarse sigue sonando. Sabina canta “…nos sirvió para el último gramo el
cristal de su foto de boda”. Tarda unos segundos en percatarse. Claro, las
cortinas, piensa mientras se levanta y se dirige a descorrerlas. Cuando lo
hace, la luz del día no inunda la estancia. Tras el cristal, la oscuridad se ha
cernido de nuevo sobre las azoteas. Algo está mal. Rematadamente mal. Apoya su
frente contra el cristal. No consigue entenderlo. ¿Cuántas horas ha dormido?
¿Todo un día? No puede ser. Mira el reloj que tiene en la cocina. Marca la una
y media. Atrasa varios minutos. Pero no tantos como para que no sea ya el día
siguiente. Vuelve al sofá. Se sirve otro vaso de güisqui. Ya no hay nada que
hacer. Tendrá que salir del pozo otro día. Hoy no va a ser posible. Se bebe de
un trago la mitad del vaso y decide hacer algo especial. Vierte un poco más de
cocaína sobre el espejo, y emplea varios minutos en conformar con el polvo
blanco el nombre de ella. Se siente incapaz de pronunciarlo en voz alta, pero
no le supone ningún problema escribirlo con nieve. Son sólo cinco letras, pero las
ha hecho a tamaño “natural”. La primera es una “e”. La esnifa la con una única
inspiración y se termina el vaso. Lo llena de nuevo y ataca la segunda. Puede
que si se esnifa su nombre consiga borrar su recuerdo. Pega un trago y entonces
nota la primera punzada en el pecho. Su corazón late con ritmo vertiginoso y
desigual. Se lleva la mano al pecho, donde ha sentido el dolor y se encoge.
Pero la punzada desparece y le pega un nuevo trago al líquido y se inclina
sobre la mesa dispuesto a meterse la tercera letra, pero una nueva punzada le
recorre el pecho. Esta ha sido más fuerte, la sacudida hace que se le caiga el
tubo de la mano. Lo recoge y esnifa la siguiente letra del nombre. El dolor se
suaviza un poco, pero no desaparece. Lo intenta con un poco más de güisqui,
pero el alcohol no le calma. Se sienta encogido, contemplando la mesa y las dos
letras que le faltan. Es consciente de que ofrece un aspecto deplorable, pero
no puede evitarlo. No piensa parar hasta que su nombre haya desparecido por
completo del espejo. Consigue inclinarse de nuevo sobre la mesa a duras penas.
Sus músculos no responden como es debido, y el dolor en el pecho empieza a ser
insoportable. Aun así se las apaña para esnifar la cuarta letra y beber un
nuevo sorbo del vaso. Se recuesta encogido sobre el sofá. El dolor en el pecho
lo está asfixiando. No consigue introducir aire en sus pulmones. Nota
palpitaciones en su cerebro y un fuerte dolor de cabeza. La apoya en el
reposabrazos y contempla la última letra. Es una “a”. Le mira desde la mesa,
como una reina blanca. Sabe que tiene que metérsela, pero ahora mismo no puede.
Prefiere esperar un poco, a ver si el dolor se calma. Y mirando esa letra, la última que queda en el espejo,
cierra los ojos.
Afuera, la ciudad duerme en el
olvido . Almas solitarias se abandonan en la noche. Abajo, en el cruce desierto, la luz del semáforo en rojo se refleja en el
asfalto. El cielo negro, vacío de estrellas y esperanza. Y a lo lejos, abriéndose paso por
calles olvidadas, las sirenas gritan rasgando la noche.
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