Por Monty Peiró
Ella fue la primera, quizá la única, estrella del Rock femenina
en comportarse exactamente igual que el resto de las estrellas del Rock. Tan
salvaje, inconsciente y absurda como todos los grandes. Había esnifado el
nombre de su grupo pintado en cocaína sobre varios penes, había destrozado
todas y cada una de las televisiones que se habían interpuesto en su camino,
había organizado las orgías más multitudinarias que nadie pudiera recordar. Se
había rebozado en una cama llena de Lsd, había estado en la cárcel por posesión
de cantidades de droga realmente desmesuradas, y nadie creyó -aunque era
cierto- que era para consumo propio, a pesar de insistirle al juez con que le
dejara demostrarle que era capaz de esnifar todo eso. Había estado ingresada
dos veces de urgencia por un paro cardíaco, tuvo un infarto a los veinticuatro
años y sufrió quemaduras de tercer grado en un brazo por intentar encenderse un
canuto con un soplete. Había contratado a un grupo de enanos que tocaban sus
canciones en las fiestas que organizaba, en las que las camareras, que llevaban
todas una careta con su propia cara, portaban enormes bandejas con frases como
“sois todos gilipollas” escritas en cocaína. Solía contratar prostitutas a las
que pagaba para que se aprendieran coreografías absurdas que luego les hacía
bailar mientras aplaudía alegremente. Era la reina de todas las fiestas. No
podías, de hecho, llamar fiesta a tu fiesta si ella no estaba. Había tenido
novias, novios y hasta una relación a trío con un tipo de setenta y ocho años y
una tipa de diecinueve, con los que se paseaba cogida de la mano y alardeando
de haber encontrado la fórmula del amor, hasta que la tipa se largó con un
guitarrista de jazz y todo se fue a la mierda. Le había partido la cara a una
cantante Pop en la zona VIP de una discoteca porque llevaba unos zapatos
iguales a los que ella había llevado en un vídeo clip. Le rompió la nariz, le
mordió en la muñeca izquierda y le escupió en las heridas, no sin antes
quitarle los zapatos y mearse en ellos. Había pasado más tiempo en coma etílico
que sobria durante la grabación de su último disco “Hijos de puta todos menos
yo”. Grabó un disco con un sitar y un cuenco tibetano titulado “Karma groove” en el que aseguraba haber encontrado
su lugar en el mundo a través de la meditación. Luego se hizo homeless
y vivió durante tres meses en un cajero, donde conoció a un mendigo alcohólico
que tocaba la guitarra con el que grabó una canción asegurando que el tipo era
mejor que John Lennon. Salió en portada de una importante revista totalmente
desnuda abrazando a una gallina, el “animal más parecido al ser humano”
según declaraba en las páginas interiores junto a frases como “Realmente
sólo espero que la ciencia avance para poder convertirme en una gallina, es
todo a lo que aspiro”. En sus conciertos vestía el uniforme de las S.S. En
color rosa fucsia y una kipá a juego hecha con cristales de swarowsky. Cuando se deprimía, que solía ser
una vez a la semana, alquilaba la mejor suite del mejor hotel para irse allí a
llorar. Lloraba durante unas horas y luego se largaba al antro más chungo que
encontrara para meterse por la nariz cualquier cosa que le ofreciera el primer
yonki que se cruzara en su camino. Estaba como una cabra y se la sudaba absolutamente
todo. Christine Sixteen era la cantante más cool de la historia del
Rock y podía permitirse todo. Las asociaciones de padres se llevaban las manos
a la cabeza por la nefasta influencia que suponía para sus hijos. Se
manifestaban pidiendo a las autoridades que prohibieran su música, pero esto
sólo hacía que los adolescentes la adoraran más y más. Se tatuaban su cara en
la espalda, cosa que ella odiaba. Pedía en su twitter que dejaran de
hacerlo, que le daba asco verse dibujada en sus cuerpos de mierda. Y entonces,
otra avalancha de fans corría a buscar un tatuador. Había llegado a un punto en
que todo, cualquier cosa que hiciera, era objeto de veneración, por exceso o
por defecto. Una vez la fotografiaron comprando en un supermercado y todo el
mundo habló de ello como del acto publicitario más viral que nunca había hecho
nadie. Lo cierto es que sólo se le había acabado la cerveza.
Y entonces, Christine cumplió veintisiete años. La idea de no
morir durante el próximo año le resultaba aterradora. No podía permitírselo
bajo ningún concepto. No podía dejar de cumplir el último gran requisito. Había
dedicado su vida a ser, durante veinticuatro horas al día, una estrella del
Rock con todas sus consecuencias. Había ido a fiestas a las que no le apetecía
ir, pero tenía que ir, a drogarse, follarse a un par de tipos y vomitar sobre
alguien porque es lo que tenía que hacer. No había sido fácil siempre. Había
trabajado más duramente que nadie para conseguir ser quien era. Y ahora esto no
podía truncar sus planes. Tenía que morir. Y tenía que hacerlo de una manera
que estuviera a la altura de sus circunstancias. Y pronto. Para celebrar su
última onomástica, organizó una fiesta realmente mítica. Todo el mundo estuvo
allí, y durante los nueve días que duró, pasó absolutamente de todo. Christine
había comprado un par de chimpancés muy afables que se paseaban por la fiesta
tranquilamente. Algunas tipas muy borrachas entablaban conversación con ellos,
les contaban sus problemas, se hacían fotos y las subían a las redes sociales.
Hablar con un chimpancé era lo último, lo más. Había una habitación acolchada
forrada de peluche, otra en la que llovía purpurina del techo y otra en la que
podías meterte dentro de un acuario gigante con un montón de peces exóticos.
Había hasta un pequeño teatro donde unos travestidos interpretaban una versión
musical de Macbeth. Todas las excentricidades, todas las drogas, todo lo que se
te ocurriera, estaba allí.
Christine lo dio absolutamente todo. Las malas lenguas
aseguraban que estaba intentando morir allí mismo, pero eso no sucedió. En un
momento dado, anunció que iba a preparar la droga definitiva, la madre de todas
las drogas, el puto viaje definitivo. Mezcló cocaína, speed, heroína, Lsd,
éxtasis, MDMA, ketamina, barbitúricos, anestésicos, nuez moscada, tres drogas
nuevas que no sabía cómo se llamaban e incluso marihuana triturada. Esnifó
aquello, cayó al suelo y empezó a convulsionarse justo antes de quedar
inconsciente con un hilillo de espuma saliendo de su boca. Los médicos que
había contratado y a los que había prohibido pronunciarse al respecto de nada,
consiguieron reanimarla, y cuando volvió en sí, aseguró que “ha sido
increíble, joder, todo el mundo debería probar esa mierda”.
El caso es que a Christine no le apetecía nada morirse, en
realidad lo estaba pasando bien, pero sabía que tenía que hacerlo. Le dio
muchas vueltas y al final urdió el plan perfecto. Si hay algo mas Rockstar que
morir a los veintisiete, es fingir tu propia muerte e irte a una isla. Joder,
cómo no había caído. Tenía dinero como para vivir tres vidas, y además iba a
ganar mucho más con su muerte, su disco póstumo, su disco de rarezas inéditas y
todo el rollo. Se reunió con su manager, le explicó el asunto y entre los dos
tramaron todo el asunto del óbito, el panegírico y demás. Oficialmente,
Christine Sixteen iba a morir tragando su propio vómito consecuencia de un coma
etílico a bordo de una avioneta que tendría un accidente debido a la sobredosis
que sufriría el conductor, y lo iba a hacer el mismo día que murió Elvis, que
precisamente era en un par de semanas. Todo era perfecto. Dejó todos los
detalles arreglados, grabó unos cuantos temas para su disco póstumo y se largó
a la isla más recóndita que encontró, donde nadie había oído hablar de ella. Se
cambió el pelo, se puso unas lentillas de otro color, se quitó los tatuajes con
láser, dejó de maquillarse tan exageradamente como lo hacía antes y empezó a
vestir como una tipa cualquiera. A los dos días de llegar saltó la noticia. Vio
su propia muerte por Internet. Imágenes de la avioneta estrellada, las hordas
de fans llorando sin consuelo. Seis de ellos incluso se suicidaron al saber la
noticia y uno se amputó un brazo “porque es así como quiero vivir si no
está Christine”. Joder, qué exagerados, pensó. Su funeral fue el más
multitudinario que se recordaba. Su manager tuvo que alquilar un estadio para
celebrarlo. Todo el mundo acudió. Incluso la estrella pop a la que Christine le
había partido la cara, que no dejó pasar la oportunidad de declarar para la
televisión “vosotros no lo entendéis, su agresión fue el acto de amor más
puro que existe, estábamos muy unidas, pero de una manera que la gente
corriente no consigue conceptualizar”. Hija de puta. Durante tres semanas
no se habló de otra cosa en ningún medio de comunicación. Lo había conseguido,
ahora sí, era una verdadera estrella del Rock de las auténticas, para
siempre. Quizá la más grande.
La verdad es que la isla aquella era un coñazo insoportable.
Apenas habían pasado seis meses y Christine ya no podía aguantarlo. Echaba de
menos su vida, su verdadera vida. Ya no podía más con aquella mierda de
palmeras. Definitivamente aquello no era para ella. Y encima ya no se hablaba
tanto de su muerte y empezaban a salir tipas de lo más vulgar que le copiaban
todo y que no le llegaban ni a la suela de los zapatos que se proclamaban
amigas suyas y contaban historias falsas. Qué horror. Necesitaba volver a su
mundo, pero claro ¿cómo podía arreglar ahora todo aquello? No podía llegar y
decir “eh, troncos, que era broma, estoy aquí de nuevo”. Llamó a su
manager y le comentó la situación. Él se tiraba de los pelos: “Pero a ver,
Christine, esto no funciona así, todo el mundo ha visto tu entierro, no puedes
volver ahora como si no hubiera pasado nada, es imposible, olvídate, simplemente
no puedes hacerlo. Hay gente que se ha suicidado porque has muerto, esto no es
la jodida noche de los muertos vivientes, esto es algo muy serio”.
Christine torció el labio y colgó. Pues pensaba volver. Claro que sí.
Sobornó a un funcionario de aquella isla para que le emitiera
oficialmente toda una vida, partida de nacimiento, carné de identidad a nombre
de Akula Futha-Chibouni y todos los papeles suficientes para empezar de cero.
Con su nueva identidad cogió un avión y se presentó en casa de su manager,
que no dio crédito cuando la vio. “Esta vez sí que vas a morir, porque
pienso acabar yo mismo con tu vida”. “Cállate, que tengo un plan,
copón”. El pobre hombre sabía que lo único que podía hacer era aceptar,
porque lo iba a tener que hacer sí o sí. Así nació Akula Loo, la nueva
personalidad para Christine. “¿Pero tú de verdad crees que va a colar, que
nadie se va a dar cuenta?”. “Confía en mí, simplemente me daré un aire,
recordaré a la grandísima Sixteen, pero nada más, no exageres”. Pues vale.
Akula grabó un disco de rock electrópico, como ella quiso llamar a la mezcla de
música tradicional “de su isla natal” con bases electrónicas y la música de
Christine Sixteen. Grabó un vídeo clip en el que salía de dentro de una sandía
gigante y fue lanzada con una promoción brutal. Las críticas no tardaron en
aparecer: “una burda copia tropical de Christine sixteen”, “no ha pasado el
tiempo suficiente para que las vulgares imitadoras tengan una oportunidad” “Por
copiar, le ha copiado hasta la cara” “Su voz intenta captar la grandeza de la Sixteen
pero no llega ni a parecerse a los gruñidos que ésta profería al vomitar”.
Fue el fracaso más sonado para su discográfica, que no consiguió colocar en
tiendas ni el veinte por cien de la tirada que había fabricado. Los fans de
Christine piratearon su página web, dejando sólo una foto de Akula siendo
sodomizada por la gallina con la que posó en aquellas fotos míticas y un gran
cartel dónde se leía “Akula Fake”. La presión era insostenible, la perseguían por la calle
lanzándole tomates, sandías y todo tipo de hortalizas. Sus antiguos fans no
podían soportarla, la odiaban a muerte. Jamás un fenómeno anti-fan fue tan
grande. No se conocía algo similar en toda la historia de la música. No tenía
ni un admirador, todos la odiaban. El resto de músicos también la odiaban, la
consideraban una oportunista, una mala copia, una irrespetuosa que no había
esperado ni un año para intentar aprovecharse de la malograda Christine. Nadie
la invitaba a las fiestas ni acudía a las suyas. Si aparecía en un photocall,
los fotógrafos le daban la espalda. Ninguna sala quería albergar un concierto
suyo, ninguna revista quería sacar una entrevista, sólo columnas insultándola y
atacándola por cada cosa que hacía. La cosa no parecía tener posibilidades de remontar,
así que Akula tuvo que suicidarse. Con cierta experiencia en la materia, a su
manager no le costó demasiado organizar todo. Oficialmente Akula ingirió tres
cajas de pastillas, se metió en la bañera, se cortó las venas de la muñeca
derecha y con la mano izquierda se pegó un tiro en la boca. La noticia no tuvo
el más mínimo tirón. Un par de revistas le dedicaron dos líneas comunicando el
fallecimiento. Poco más. Los anti-fans se mostraron aliviados y declaraban en
los foros de internet que “ya era hora”. En dos días nadie se acordaba de Akula
Loo.
“¿Y ahora qué? ¿Qué cojones piensas hacer?”. Su manager no paraba de increparla.
Si descubrían que estaba viva y que además había fingido morir dos veces, sería
el escándalo más sonado de la historia. Christine estaba bastante nerviosa y no
sabía qué podía hacer para recobrar su vida, que echaba de menos de una manera
enferma. “Ya lo tengo. Vamos a hacer un musical sobre la vida de Christine
Sixteen y yo lo protagonizaré”. “Pero vamos a ver, ¿Pretendes hacer de ti misma
en tu propio musical?”. “¿Cuál es el puto problema? Todo el mundo quiere ir a
ver musicales de mierda ¿no? Joder ¿Quién va a hacerlo mejor?”
Así, Christine volvió a cambiarse el pelo, las lentillas y se
convirtió en Patricia Adams, la joven elegida para encarnar a la grandísima
Christine Sixteen en el musical sobre su vida. “Es sorprendente que la
hayamos encontrado ¿Verdad? El parecido físico y vocal asustaría a la mismísima
Christine”, declaraba su manager en cientos de entrevistas. Ella posaba
con falsa timidez mientras aseguraba que “lo cierto es que no conocía la
obra de Christine, nunca fui una gran fan, pero una amiga se presentó al
casting, la acompañé y me acabaron seleccionando. La verdad es que a mí también
me sorprende lo mucho que nos parecemos. Podría decirse que somos como una
especie de dualidad única o algo así. Es un gran honor para mí, e intentaré
hacerlo lo mejor posible, siempre teniendo muy claro que yo soy yo y Christine
es Christine”.
Y así fue como Patricia Adams protagonizó “Christ teen” el
musical sobre si misma que se mantuvo durante tres años y medio agotando
entradas en todas las funciones. La crítica alababa el “sorprendente e
intachable trabajo de mimetización absoluta que Patricia realiza; Si bien está
lejos de hacernos sentir que la propia Christine está sobre el escenario, cosa
evidente y por tanto irreprochable, el homenaje que se le brida es sincero y
muy respetuoso”.
Christine/Patricia pudo volver a su vida, si bien nunca más
volvió a ser la reina de ninguna fiesta. Era una amable segundona que jamás
conseguía destacar, aunque se comportara exactamente igual que antes de morir
dos veces. Ya nada podía impresionar a nadie. Como mucho, las malas lenguas
aseguraban que “se la había comido el personaje”, que “iba a acabar
muy mal” y que empezaba a ser un poco cargante su afán por convertirse en
Christine.
Un día, en mitad de la función, Christine decidió hacer las
cosas a su manera, como siempre las había hecho. En mitad de una escena en la
que estaba ella sola, cantando su balada “no tengo heroína y mi camello está
sin batería” empezó a contar la verdad. Contó todo, su falsa primera muerte, su
huída a la Isla, lo absolutamente aburrida que había estado allí, lo de Akula y
el falso suicidio, absolutamente todo, con pelos y señales. La gente se miró
cariacontecida y suspiró. Sus compañeros la sacaron de escena, llamaron a un
psiquiatra y la ingresaron. Ella seguía gritando que era Christine Sixteen, la
auténtica, que la dejaran volver a su vida. Un prestigioso psiquiatra le
diagnosticó esquizofrenia paranoide y la ingresaron en un centro para enfermos
mentales de alto nivel. Su manager, asustado como una rata, no abrió la boca
jamás. Cuando se le preguntó por el tema alegó que “es posible que Patricia
haya sido víctima de la horrible presión que supone dar vida a un personaje tan
desmesurado como Christine. Sólo espero que se recupere pronto, es una
verdadera lástima”.
Al no remitir sus delirios, Christine fue medicada con toda
clase de psicofármacos. El cóctel barbitúrico, unido a su historial con las drogas,
le provocó trastornos mentales varios y severos y acabó asegurando ser una
gallina, cacareando por el patio del manicomio e intentando poner huevos
diariamente. Algunos internos aseguran que, en efecto, llegó a poner
alguno.
Al final, después de todo, había conseguido su sueño
Joder, qué movida jajaja. Es divertido... Kiss alucinarían al leer esto xD
ResponderEliminarRedondo te ha quedado. Divertido y juguetón.
ResponderEliminarFran