(Esta historia es el segundo capítulo de "La Arena", si no lo has léido, hazlo primero)
Por Monty Peiró
Call me the breeze
I keep blowin' down the road
Well now they call me the breeze
I keep blowin' down the road
I ain't got me nobody
I
don't carry me no load
J.J.CALE
La veo nada más entrar en el bar.
Apoyada en la barra, bebiendo whisky solo como sólo beben las mujeres solas. Me
atraen este tipo de mujeres. Sé que me va a rechazar, que va a ser
terriblemente antipática, puede que agresiva. Me atraen las mujeres que odian a
las mujeres, que compiten con cualquier otra que ose pisar un centímetro de su
terreno. Me gusta sentarme con ellas, aguantar su ataque, sortear sus
provocaciones y al final, arrancar de su odio una historia. Normalmente una
historia trágica que les ha hecho desconfiar de cualquier otra mujer porque
hace siglos que dejaron de confiar en ellas mismas. Pero casi siempre una buena
historia. Me gusta escuchar buenas historias contadas por malas mujeres.
Supongo que aunque nunca les cuente la mía, la de verdad, sé que sólo ellas
serían capaces de entenderme. Sé que en el fondo, este tipo de mujeres
apoyarían mi causa.
Me acerco y me sitúo junto a ella.
Qué tal, le digo. Me mira con tanto desprecio que no puedo evitar sentir la
adrenalina surcando mis venas. Promete. Se termina su copa de un trago y hace
un gesto al camarero que significa claramente “otro”. Me siento a su lado. No
se inmuta. Le digo al camarero que me sirva otro whisky a mí. Aunque odio el
puto whisky lo hago por pura deferencia. Cuando nos sirve los dos le ofrezco un
brindis elevando mi vaso. Qué coño quieres, me espeta. Beber, como tú. Sonrío.
Resopla de hastío, sé que eso significa que la barrera ha caído unos
centímetros. Eleva su vaso y brindamos, aunque no me mira. Cómo te llamas.
María, como la virgen. Lo dice con sorna. Yo soy Breeze, pero llámame Brisa.
¿Brisa? ¿Pero qué nombre es ese?
Le explico que mis padres son esa clase de gente que piensa que llamar Breeze a
su hija es algo muy guay. Qué le vamos a hacer. Los sesenta, todo ese rollo. Me
dice que el suyo es mucho peor. La virgen. Hay que joderse. Que sus padres son
esa clase de gente que piensa que llamar María a su hija es algo muy guay. Y
bueno. Los nombres. Tampoco sirven para nada. Qué más da ¿no? Si al final nunca
tienen que ver contigo. Son un mal necesario. Brisa, joder, Brisa. Se ríe. Me
mira y se echa a reír a carcajadas. Y pide otro whisky, y me mira, y dice bueno
dos. Y entonces sé que la barrera ha caído del todo. En realidad, no hay nada
más fácil que una mujer antipática poniendo todo su esfuerzo en aparentar ser
dura y tener carácter. Te dejas machacar un poco, le das la impresión de que
estás reconociendo su superioridad y ya está. Las tipas duras de verdad no son
tan antipáticas porque no lo necesitan. Pero el caso es que María ya no me
odia. Bueno, ya no cree que me odia, porque en realidad nunca lo ha hecho. Me
estaba esperando con la misma intensidad con la que yo la he estado buscando.
Las dos necesitábamos a otra tía que nos hiciera de amiga esa noche. Bebemos
más y me cuenta que está cabreada de la hostia porque su peluquera es una zorra
que le ha cortado el pelo un palmo más de lo que ella le dijo. Que pensaré que
es imbécil por deprimirse por algo así, pero que es la realidad. Le digo que
qué cojones voy a pensar que es una imbécil, que la mayoría de las peluqueras
son unas malditas zorras y que a cualquier mujer le amarga el día algo así.
Joder, es que no es tan complicado. Un centímetro. No treinta. Uno. Pues no.
Treinta. Y así toda la puta vida. Pues claro que es para deprimirse. Qué mierda
pasa. El puto ser humano es capaz de enviar sondas espaciales a Marte. Debería
ser posible que una peluquera te hiciera el corte de pelo que pides. Y si te
quejas, entonces eres una jodida superficial y una frívola y todo ese rollo.
Tienes que callarte y lucir tu peinado que no quieres, que odias y por el que
has pagado, con la cabeza gacha, para no ser frívola. Como voy un poco borracha
a estas alturas, empiezo a fantasear en voz alta con asesinar a aquella maldita
peluquera que alardeaba de no ser como las demás y me cortó un puto flequillo que
me costó unos dos años superar. Dos años pareciendo una gilipollas por su
culpa. Si hubiera vuelto a su estúpida peluquería no tengo duda de que la
hubiera matado. Pero decidí no volver, porque sé de lo que soy capaz. María
está riéndose porque cree que bromeo y me dice que sería genial que fuéramos a
las peluquerías a punta de pistola diciendo a las peluqueras que hay una bala
en la recámara y que cada centímetro de más será un intento. Se ríe mucho. Y
bebe más, aunque no va tan borracha como yo. Tiene aguante. Preferiría que no
fuera así, porque quiero seguir bebiendo y quiero tener la seguridad de que si
digo alguna gilipollez, ella no lo recordará. Así que le digo que vamos a
brindar, pero yo sólo bebo un sorbo y ella en cambio, da un trago largo, porque
es esa clase de tía de trago largo. Lo supe desde que la vi. Entonces empieza a
hablar de su ex. La ha dejado. Por otra. Lo de siempre. Por otra que es más
guapa y más sonriente y mucho más sociable. Una que es mejor que ella. Y no lo
dice, me asegura, para hacerse la víctima ni para fingir una puta falta de
autoestima de mierda. Es que es mejor. Y ya está. Y si fuera él también se
habría ido con la otra porque su vida será más feliz con ella. Así que ahora
que ella sabe que él puede estar con alguien mejor, tiene que encontrar para
ella a alguien peor que él y no le apetece mucho, porque él ya era bastante
malo. Está viviendo ese momento, me dice, y por primera vez veo en su mirada la
más profunda de las tristezas, en el que sabes que si no quieres estar sola,
vas a tener que estar con auténticos gilipollas, porque los tíos con los que es
agradable estar pueden estar con tías muchísimo mejores que tú. Y entonces
empieza, desde su último ex hasta el primero, a repasar cómo cada uno era peor
que el anterior. Cómo cada uno la trató un poco peor, la convirtió en un poco
peor. Y yo escucho, porque por fin tengo mi historia y porque a ella le gusta
que le escuche. A veces me mira, y yo asiento mientras exhalo el humo de todos
los cigarros del mundo, pero la mayor parte del tiempo ni siquiera está allí,
está en el jodido infierno, abriendo los ojos a la realidad, dándose cuenta de
que esto no tiene nada que ver con todas las putas películas que nos han
vendido a las tías. Nada de príncipes azules, nada de risas, nada de flores,
nada de bonitas canciones de amor, nada de llevarte de compras a Chanel. Para
ella solo hay un montón de gilipollas. Un montón de gilipollas que la han
tratado como una basura, hasta que ella misma se ha sentido como una basura.
Una basura que necesita que cada noche le den una patada. Que asume que nadie
se pone sus mejores galas para tirar la basura. Y entonces me acerco y pongo mi
mano encima de la suya y con la otra le doy un cigarro encendido. Me clava la
mirada y me cuenta que tenía sólo ocho años cuando la violaron. Que dejó de ser
virgen antes de saber que lo era, así que formalmente nunca lo había sido. Y
claro, después de eso ya no había levantado cabeza. Me dice que era un amigo de
su padre, que siempre se reprochará no haberlo matado. Que debería hacerlo. Es
muy fácil. Es un viejo y vive solo. En una casa casi en ruinas en medio de la
nada, justo siete calles más abajo de donde estamos ahora. Está sordo y es de
esa clase de imbéciles que guarda una copia de la llave debajo del felpudo. Es
probable que tenga una enfermedad mental. Nadie lo va a echar de menos porque
no tiene a nadie. Sería muy fácil. Sería lo que debería hacer. Sólo cuando él
muera ella se sentirá libre, pero no hay manera de que eso suceda. Años y años
esperando. Y no hay manera, tiene una longevidad insultante. Se ríe un poco y
apura su vaso. Me ofrece un brindis. Por que se muera de una vez. Por que lo
mates de una vez, apunto yo. Me mira a los ojos tan profundamente que consigue
suspender en el tiempo, para siempre, el segundo que dura su mirada. Se ríe,
bebemos y me dice que al final menos mal que he aparecido. Que he sido una
buena compañera de borrachera pero que ya ha hablado demasiado. Me besa en la
mejilla y se va. Ya nos veremos, vuelve por aquí. La próxima vez seré yo quien
escuche, prometido.
Le pido al camarero que ponga “That
ol’ devil called Love” en la versión de Billie Holliday y termino
mi vaso mientras la música arropa mis pensamientos y arroja algo de belleza
sobre todos los infiernos de María. Si no fuera porque he bebido demasiado y
soy incapaz de andar con estos tacones que a estas alturas de la noche me
resultan insoportables, me dirigiría ahora mismo a cargarme a ese tipo. Tengo
serias tentaciones de hacerlo pero sé que es mejor esperar a estar en plenas
facultades, así que me obligo a comportarme de manera coherente y simplemente
pago mi borrachera y me largo a mi casa, donde sueño que María y yo estamos en
una especie de campo soleado, bucólico y precioso, rodeadas de flores. Cojo una
flor y ésta empieza a sangrar, y de repente todo se empieza a oscurecer y
tenemos que correr no sé por qué, pero sentimos pánico. Y corro, en sueños,
durante toda la puta noche, huyendo no sé muy bien de qué.
Para cuando me despierto siento en
el estómago la sensación que tengo siempre antes de cargarme a alguien. Una
mezcla de nerviosismo, emoción y alegría que recorre mi estómago en
movimientos circulares. Supongo que es eso mismo que sienten los músicos antes
de un concierto, eso de lo que tanto hablan. Para mí es esa voz que me recuerda
que tengo que agarrar cada segundo porque nunca sabré cuando puede ser la
última vez, que me recuerda además que nunca debo acostumbrarme demasiado como
para no sentir nada, que tengo que saber lo que estoy haciendo y por qué
lo estoy haciendo, porque eso es lo que me diferencia de uno de esos psicópatas
que matan al azar. Esto es muy distinto, es mi aportación práctica a esa
entelequia con la que todos soñamos. Es mi manera de intentar cambiar el mundo,
sólo que por supuesto, I do it my way.
No me resulta complicado entrar en
su casa. María me ha diseñado y regalado el plan perfecto. Un anciano
sordo, solo, que deja sus llaves debajo del felpudo y que vive en una calle
donde no hay nadie. Incluso demasiado fácil. Que sea un viejo desvalido no me
supone un problema. No voy a sentir pena. Los hijos de puta también envejecen,
y detrás de sus entrañables arrugas, sus frentes ralas y sus
enternecedores bastones se esconde lo que han sido y seguirían siendo de no ser
por sus limitaciones físicas. De hecho, este asunto tiene un encanto especial.
El del jaque mate inesperado. El de aparecer cuando ese maldito pederasta cree
haber ganado la partida y espera plácidamente la visita de una muerte
adormecedora y nocturna. Pues no. Vengo a joderte en el último momento, porque
nadie que haya sembrado semejante maldad merece morir plácidamente
mientras duerme. Mereces un final digno que curse con dolor, miedo y toda la
angustia del mundo. Mereces saber que voy a arrebatarte años que te corresponderían
de no ser por mí, y que además, lo voy a hacer de la manera más cruel que se me
ocurra. Justo lo que tú le hiciste a María. Sólo vengo a subirte a la balanza,
a comprobar a cuánto sale el peso de tu alma.
Esta vez no necesitaré triturar a
nadie, podré hacer que parezca un suicidio. Nadie va a investigar a un viejo
con problemas mentales que decide suicidarse. Nadie va a echarte de menos,
nadie va a perder más tiempo del estrictamente necesario contigo. Alguien olerá
tu puto cadáver, llamará a quien corresponda, llegarán, te recogerán y te
echarán a la fosa vacía que les pille más cerca, sin ataúd, sin funeral, sin
luto. Eso es todo lo que sucederá. A ti ya te dará igual, claro, pero supongo
que el hecho de saber que nadie derramará una mísera lágrima por ti no es el
mejor equipaje que puedes llevarte a donde quiera que creas que vas a largarte
después de muerto.
Entro en la casa e ilumino con mi
teléfono móvil la estancia. Huele asquerosamente mal. Veo un pasillo y dos
puertas a cada lado. Y todo ello lleno de trastos inservibles, bolsas y
muebles. Una rata huye hacia el fondo del pasillo. Las ratas siempre son útiles
en estas situaciones, así que aplaudo su presencia. En alguna de las cuatro
habitaciones debe estar durmiendo, o al menos acostado, teniendo en cuenta la
oscuridad que reina en la casa. En este momento visualizo lo que va a pasar.
Para cuando se dé cuenta de mi presencia va a estar maniatado. Si intenta
gritar le apoyaré la pistola en la sien. Y si hace falta le dejaré
inconsciente, aunque esto último es sólo la última opción. Lo de matar es casi
lo de menos, el trámite necesario, pero esto no tiene ningún sentido si no veo
pasar por su mirada el mismo miedo y horror que han provocado. Si no lloran,
suplican y se acojonan, esto no sirve de nada, porque es justo en ese instante
cuando siento una paz que me invade por completo, cuando sé que se largan de
este mundo de la peor de las maneras, sintiendo que merecen todo el mal que les
sobrevenga. Normalmente no suelo recrearme en la tortura física, es más una
cuestión mental. Me gusta que me perciban como la representación de la
justicia, porque en ese momento la mayoría piensan en Dios, el juicio final,
el infierno, el puto Satanás, el fuego eterno y todo ese rollo. Y se
acojonan de la hostia, porque atan cabos y entonces creen que todo era verdad y
van a arder de manera infinita. A mí me gusta que lo crean porque no he visto
nunca un dolor más agudo que ese. Si luego arden o no ya no es mi problema. Que
se apañen con Dios, los gusanos o lo que sea.
Esta vez es diferente, quiero
causarle dolor físico, porque no se me ocurre nada más repugnante que un
pederasta. La mayoría de nosotros nos arrancaríamos un brazo a mordiscos por
poder volver a ser niños, por la inocencia, la alegría y la seguridad que sentíamos
al lado de los adultos, porque todo era tan fácil como hacerles caso, tenían
todas las respuestas, eran superhéroes que nunca cometían un error, que
conocían todo muy bien, que jamás iban a fallarnos, a dejarnos solos, a
hacernos daño. Imagínate que nunca fuiste del todo un niño. Que el mal
entró en tu cuerpo y tu cerebro cuando no podías identificarlo, se instaló en
ti, en cada una de tus células e hizo que estas se desarrollaran con una
anomalía en cada una de ellas, una anomalía que no puedes corregir. Una
anomalía que forma parte de ti exactamente igual que tu nariz. Que eres tú. Que
ni siquiera podrás saber nunca dónde empieza y dónde acaba. Que no puedes
extirpar. Que hará que esa contradicción sobre lo que los mayores dicen que
está bien y lo que tú sientes que no lo está te acompañe toda la vida. Y
encima, ahora se supone que tú eres uno de los mayores. Pero no lo serás
del todo nunca. Serás un niño que nunca lo fue luchando por ser un adulto que
nunca podrá serlo. Y eso, merece todo el dolor del mundo.
Creo que todo el dolor del mundo
se esconde en los nervios de los dientes. Al menos eso es lo que yo he pensado
cada vez que el puto dentista, por error, me ha inyectado la anestesia
directamente en el nervio. He sentido un dolor eléctrico. Un dolor tan grande
que sacude todo tu ser, no sólo a nivel físico. Te hace sentir una jodida
mierda, te humilla y te empequeñece. Te releva a la más absoluta de las
escorias, casi sientes vergüenza de ti mismo. Esa es la razón, supongo, por la
que los más débiles, puteados e injustamente maltratados del planeta acaban
asumiendo que lo merecen. Ese es el tipo de dolor que busco, el que te invade
por completo y te deshumaniza, te desposee de tu ser, de tu dignidad, de todo.
No quiero imaginarme lo que debe ser que te corten la piel de las encías y
claven agujas sobre tus nervios. Me recorre un escalofrío sólo de pensarlo. He
traído un bisturí de precisión con el que abrir sus encías como el que abre una
lata de atún, bordeando cada diente. Supongo que se desmayará del dolor;, pero
acabará volviendo en sí y se volverá a desmayar. Y podremos estar así unas
cuantas horas. Y cuando él crea que todo va a acabar por fin, me largaré. Lo
dejaré atado un día entero, o dos, no sé. Para cuando vuelva, espero que crea firmemente
que le voy a matar y espero que lo desee con toda su alma. No lo haré. Le
cortaré los labios y los trituraré, le haré un torniquete, le cauterizaré las
herida y le obligaré a bebérselos. Y cuando ya no sea capaz de sentir más
dolor, de odiarse más a sí mismo, sólo entonces, lo asfixiaré con mis propias
manos. Después lo colgaré con una soga. El pobre se ahorcó. Y luego las ratas
treparon por la silla que estaba al lado y que utilizó para subirse a la horca
y le comieron los labios y las encías. Seguramente también devorarán los ojos,
los dedos de las manos… pero eso ya es asunto suyo. Un anciano se suicida y las
ratas que tenía en su casa devoran algunas partes de su cuerpo. Un horror. Todo
el mundo pondrá una mueca afligida al leer la noticia en la sección de sucesos
del periódico. Puede que se lleven una mano a la frente con gesto apenado. La
noticia ocupará cuatro líneas. Pasarán la página y no darán crédito al divorcio
de nosequién. Quién lo iba a decir, si eran la pareja perfecta.
Con el plan trazado perfectamente
en mi cabeza continúo avanzando por el pasillo. Abro una puerta. Nada. Tan sólo
una serie de muebles apilados unos contra otros. Abro la de al lado. Un viejo
escritorio, una silla y un montón de maletas en el suelo. Tampoco. Giro el pomo
de la que está justo enfrente. Veo una cama. Aquí está. Debe estar aquí.
Respiro hondo y enfoco la luz de mi teléfono móvil al suelo. No quiero
despertarle. Conforme me voy acercando veo una figura humana debajo de las
mantas. Tengo que ser muy rápida. Tengo que amordazarle rápidamente, cogerle
las muñecas y atárselas. Teniendo en cuenta su edad, su estado físico y mental
y que está durmiendo no me va a costar demasiado. Allá voy. Me acerco a la
cama. Me abalanzo sobre el cuerpo para amordazarle pero noto algo raro. No se
mueve. No se inmuta. Joder. Está muerto. Tardo unos trece segundos en asimilar
la situación. Enciendo la luz y observo el cadáver. Está recostado en la cama.
Tiene los ojos abiertos, inyectados en sangre. Sus párpados están morados y sus
uñas también. Los dedos de las manos tienen las yemas algo despellejadas,
laceradas. Obviamente no ha muerto de viejo. Ha sido asfixiado por alguien
novato que cree que poniendo la almohada debajo de su cabeza simula una muerte
natural. María. Claro. Ha sido ella. Yo la alenté. Salió del bar, vino y lo
asfixió con la almohada. Un clásico. No es consciente de que es evidente que ha
sido asesinado y que en una situación así la policía tendrá que investigar,
encontrarán fibras de la almohada en la boca y nariz, habrá huellas por
doquier… Si no quiero que María acabe encarcelada, tendré que solucionar esto.
Me jode sobremanera que me haya alterado el plan, que me haya privado de poder
matar a ese hijo de puta como realmente merecía. También siento un ligero remordimiento,
pero qué cojones, nadie mata a nadie porque una desconocida te invite a hacerlo
en un tono de broma y por justificar un puto brindis. Ella sabrá. Y por último,
siento también una ligera alegría. No soy la única. No estoy tan loca. La noto
cercana. Mi amiga.
Observo la habitación y veo que
puedo seguir con el plan de simular un suicido por ahorcamiento. En lugar de
soga, utilizaré las mismas sábanas para justificar la presencia de algún resto
en ellos, por si algo fuera muy evidente para unos ojos expertos.
Al cabo de una hora todo está en
orden. El ahorcado cuelga del techo sobre la cama. He cortado un poco sus dedos
para que el olor de la sangre atraiga a las ratas y los devoren, eliminando las
pruebas que hay en ellos. Sé que también devorarán los párpados y los ojos.
Como marca personal, lo he desnudado para que también devoren su pene. Justicia
poética o algo así. Ahora sí. Se suicidó colgándose sobre su propia cama. Pobre
hombre, qué duro es envejecer solo, a saber lo que estaría pasando y otros
grandes éxitos.
No es muy tarde, así que decido
pasarme por el bar. Algo me dice que estará allí. La veo de nuevo, apoyada en
la barra. Me siento a su lado y sonrío. Me devuelve la sonrisa y la luz de sus
ojos no deja lugar a dudas. María pide al camarero un whisky para mí y en
cuanto lo tengo delante, eleva su vaso para brindar. Por la libertad.
Tengo ganas de que lea la noticia
en el periódico.
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